Pedro Sánchez (Madrid, 1972) llegó a ser secretario general socialista en tiempo récord. Cuando empezó a sonar su nombre, dentro y fuera del partido, se supuso que era porque quería entrar en la ejecutiva federal. Sánchez era diputado, pero había logrado escaño en el Congreso de rebote. Dos veces. Una por la salida de Pedro Solbes y otra por la de Cristina Narbona. No se había labrado ningún apoyo, no llevaba una carrera de fondo en el partido, solo había trabajado como fontanero a la sombra de José Blanco. Pero consiguió ser aupado hasta lo más alto del PSOE en julio del 2014 por la poderosa federación andaluza de Susana Díaz.

Meses antes, la presidenta de la Junta se había hecho ilusiones con relevar a Alfredo Pérez Rubalcaba y dar el salto a Madrid. Todo estaba preparado para encumbrarla. Sin embargo, Eduardo Madina defendió sus aspiraciones y pidió que la elección se abriera a los militantes de forma directa. Díaz no se atrevió a presentarse y sus compañeros andaluces también creyeron que era mejor que se quedara en el Palacio de Santa Justa para no dañar al partido en esa autonomía. La política andaluza dio un paso atrás, pero en vez de ceder espacio a Madina se fijó en Sánchez, al que consideró más manejable que al político vasco. Díaz puso en marcha la operación con la ayuda de los barones de la Comunidad Valenciana, Madrid y Cataluña. Infravaloraron el poderío de Sánchez y su capacidad de resistencia.

La relación empezó a torcerse muy pronto; apenas tres meses después de ayudarle a ser elegido la dirigente empezó a lanzarle las primeras pullas y a cuestionar sus opiniones. Quería dejar claro que quien mandaba en el PSOE, realmente, era ella, algo con lo que él no tragó. Él era el secretario general y el único que tomaba las decisiones: decapitó a Tomás Gómez en Madrid, fichó a Irene Lozano de UPD, defendió tender puentes con Cataluña...

Bajo el corto mandato de Sánchez (26 meses) el partido recuperó poder autonómico, aunque los resultados de las dos generales a las que se ha presentado contra Mariano Rajoy no le acompañaron. Con él al frente, el PSOE ha obtenido los dos peores resultados de la historia: 90 diputados en diciembre y 85 en junio.

Díaz quiso firmar la sentencia de Sánchez después de las elecciones del invierno pasado y ella y los barones afines amagaron con un congreso en ese momento. Lo aplazaron porque pensaron que antes tocaba «pensar en España», una expresión que la política andaluza ha repetido estos días.

Ante el envite, Sánchez empezó a poner en marcha su estrategia de ganar tiempo. Tras los comicios de diciembre y después de que Rajoy declinase formar Gobierno, inició una negociación con Ciudadanos y Podemos para lograr ser investido presidente. Estuvo cerca de conseguirlo. Una parte de la formación morada encabezada por Íñigo Errejón no veía mal la abstención para desbancar al PP de la Moncloa. No se impuso. Las elecciones se repitieron y, pese a perder cinco escaños, Sánchez trató de imponer el relato de que Podemos no había logrado el sorpasso.

Desde esa noche y hasta ayer, Sánchez ha aguantado semana tras semana con varios tipos de estrategias dilatorias. Discursos ambiguos, conversaciones con los partidos (pero no llamó a Ciudadanos, para que el anunciado no de Albert Rivera no le rompiera el relato), calendarios imposibles… Hasta esta semana horribilis en la que ha tenido que escuchar recados de todos. Desde Felipe González, que ya llevaba meses marcándole la salida, hasta José Luis Rodríguez Zapatero. Ayer se enzarzó con los críticos en un debate reglamentario que duró 11 horas y en el que comprobó, tras una votación pública, que su apuesta por el no es no a Rajoy estaba en minoría y dimitió. H