Creo que no descubro gran cosa si afirmo que el actual presidente de EEUU inspira poca credibilidad como garante de la paz y la justicia en el mundo. Tampoco creo que su perfil político convide a observarlo como un líder carismático al que confiarle la esperanza de un planeta mejor. Más bien sospecho que estamos ante uno de los peores presidentes de la historia de aquel grandioso país.

Inspira mediocridad por todos sus poros. Tal vez me equivoque pero, con él, la humanidad escalará pocos peldaños en la construcción de un orden internacional más decente y solidario.

Sus dependencias e hipotecas con las grandes compañías de hidrocarburos han lastrado y lastrarán cualquier avance en el terreno del medio ambiente y la conservación de los valores ecológicos de la Tierra. No parece aventurado afirmar que su mayor pretensión se centra en consolidar y agigantar la supremacía militar de EEUU aunque una gran parte del mundo se pudra de miseria y desnutrición.

La obsesión por bombardear Irak (mañana puede ser cualquier otro país) sin que todavía haya mediado el consentimiento de las Naciones Unidas constituye una provocación a la conciencia moral de la humanidad. Tamaña grosería entraña, asimismo, el desprecio a los propios miembros de la OTAN, que desde Europa presentan rigurosas dudas sobre la necesidad de una nueva guerra. Ahí está el eje francoalemán y el pronunciamiento de la opinión pública de numerosos estados contra el conflicto armado. Por no hablar de los informes de los inspectores desplazados al Golfo Pérsico para verificar la existencia de armas de destrucción masiva. Causa vergüenza que Bush les enmiende la plana hasta el extremo que cualquier día firmarán una confesión certificando la existencia del mismísimo portal del infierno junto a la legendaria Bagdad.

Decididamente, el siglo ha comenzado confirmando los peores augurios sobre los derroteros de la humanidad. La raza humana aprende tan despacio las lecciones de su propia historia que causa desesperada frustración observar lo que nos seguimos haciendo los unos a los otros.

Sin duda que el género humano protagonizará encomiables episodios de dignidad y esperanza pero, hoy por hoy, las cosas presentan un tenebroso barniz de vileza e ignominia. En los últimos 10 años, cientos de miles de niños inocentes han muerto en Irak por falta de medicinas. Han muerto sufriendo. Han muerto de odio. No del suyo porque no tuvieron tiempo de aprenderlo, sino del rencor que destilan los señores de la guerra, los suyos y los nuestros. Da igual que juren sobre el Corán o la Biblia porque rinden culto a las mismas tinieblas.

Hoy, todo parece indicar que la guerra irrumpirá de nuevo y volverá a cebarse con los inocentes. Añeja letanía, inmenso victimario. Los responsables directos producen repugnancia, pero, ojo, sus cómplices y palmeros, no les andan muy lejos. Y ahí, en ese epígrafe, se encuentra nuestro país. Perdón, quise decir nuestro presidente, porque España está siendo muy clara al respecto. Sólo un reducidísimo porcentaje, alrededor del 7% de la población, apoyaría la guerra. Esto nos honra. Nuestra posición oficial, nos deshonra. Así de claro.

Pero lo peor, amable lector, es que se nos ha impuesto en el mundo la tesis de que no puede haber matices. O estás conmigo o estás contra mí. O destruyes conmigo un país entero (y ya irán dos contando Afganistán) o eres un terrorista que colaboró en los crímenes del 11 de septiembre. Está prohibido pensar más allá. Está prohibido salirse del guión en esta pésima película de culpables y sospechosos, de buenos y de malos.