Una lectora me envía una carta afectuosa con un contrapunto de disconformidad. Al parecer, en una de mis semanales improvisaciones en un programa de radio, dije que debíamos olvidar. ¿Lo dije exactamente así? No estoy muy seguro. Porque cuando salgo de la emisora no recuerdo prácticamente nada de lo que he dicho. Tener que improvisar de sopetón ante una pregunta del presentador del espacio debe de hacer que el cerebro tenga que dedicarse intensamente a producir, sacrificando la capacidad de grabar.

¿Dije que debemos olvidar? Más bien creo que la idea que expuse era un poco distinta: que tenemos que aprender a olvidar. Porque olvidarlo todo es un desastre, como lo sería recordarlo todo. Lo que creo es que es posible entrenarse para recordar unas cosas y olvidar otras.

Existe una hipótesis bastante aceptada: olvidamos lo que no nos interesa. Esto sería un mecanismo instintivo. Del mismo modo que recordamos ese hecho, esas palabras, ese número de teléfono que nos interesa. Usted dice, amiga Laia, que hay un deber de no olvidar. Es cierto, cuando se trata de cosas que sería inmoral olvidar, o incívico, o sencillamente de desagradecido. No olvidar según qué forma parte de nuestra responsabilidad personal. Pero también existen otras cosas que podemos olvidar sin ningún escrúpulo ético, como un acto de pacificación.

En este sentido, me atrevo a insistir en que "debemos aprender a olvidar". Que si el instinto de la desmemoria no nos funciona, tenemos que poner voluntad en el olvido. Me temo que el olvido puede ser muy higiénico desde el punto de vista psíquico, y también cuando nos permite liberarnos del peso de lo que puede enorgullecernos demasiado.

Hay un tipo de olvido que favorece el mantenimiento de una especie de inocencia, un volver a empezar cada día con más libertad interior. Ya sé que el olvido absoluto es la muerte. Pero entrenarse para olvidar --contra la memoria obsesiva-- puede hacer la vida más abierta y más sana.