El imperio de la monarquía hispánica no fue una quimera, existió. Durante más de un siglo, España fue el país más poderoso del planeta, y durante otro siglo más, uno de los tres o cuatro más poderosos, que ya litigaban por la supremacía. Pero en 1700 la monarquía hispánica --y sus inmensos dominios-- estaba ya en franca decadencia, y esa agonía se prolongó calamitosamente, en pugna ya las famosas dos Españas, hasta el desastre final de 1898 y sus secuelas.

La España laica, liberal y progresista siempre ha creído que, aceptando lo que la monarquía hispánica fue y representó, sus glorias y miserias (entre éstas, la unión de la Iglesia católica con el Estado), siempre ha juzgado, digo, que aquel importante período debía considerarse pasado. La derecha, por el contrario, que salvo breves excepciones, no ha sabido destutelarse de formas varias del nacionalcatolicismo (fascista o demócrata) casi siempre ha soñado, con mayor o menor secreto, en el retornar, puesto al día, de aquella monarquía hispánica, que frenó el poder islámico...

Para quienes nos educamos en el franquismo la contradicción entre la prédica de la Formación del Espíritu Nacional --una asignatura entonces, cada año más desprestigiada-- y la realidad de la España que veíamos y vivíamos, no podía ser más manifiesta. Se nos hablaba de los valores de la España imperial y su lema aparecía en banderas e himnos, pese a lo cual nos sabíamos súbditos de un país anticuado, atrasado, y brutalmente reaccionario. Un país sin imperio y tutelado ya por Estados Unidos.

El sueño imperial del franquismo fue un fracaso. Aznar hoy, sin suponerse heredero de Franco, claro, pero con la recurrencia histórica de la clásica derecha española, vuelve a tener el viejo sueño, puesto al día, de la monarquía hispánica.

¿Quién reprocharía al presidente de un gobierno democrático, fuera del color que fuese, y este es francamente de derechas, desear que su país esté situado entre los primeros del mundo? Incluso si los países líderes actúan a menudo más que sucia y dudosamente, nadie podría reprochar a un jefe de Gobierno el querer que su país se codee, en plan de igualdad, con los grandes.

El problema surge al ver qué distancia media aún entre ese deseo, digamos que noble, y la realidad misma del país. El desdichado accidente aéreo en un avión ucraniano, la simbólica y un tanto absurda presencia militar nuestra en Afganistán o Irak (países que, además, jamás estuvieron en nuestra área de influencia), la constatación --caso Prestige-- de que nuestros medios económicos, técnicos y militares no son aún, evidentemente, los de una primera potencia, debieran hacer considerar al altanero señor Aznar --de napoleónicos aires-- qué lejos está todavía su sueño de la tierra que pisa, y cuán loco y desventurado viene a ser el empezar a construir la casa por el tejado.

Muchos no estamos de acuerdo con el sueño imperial, pero pocos negarán que es bueno que el país entero adelante y mejore. Pero en lugar de mandar fragatas al golfo Pérsico o un destacamento a Kabul, en lugar del síndrome Bush, pensando desde sus coordenadas, le vendría mejor el síndrome De Gaulle, por ejemplo. Levantar el país primero, hacerlo grande y fuerte en todos los sentidos, y sólo entonces, conseguido eso, pensar en navegar, si de ello se tratara...