El pasado agosto murió en El Cairo, a los 94 años, el gran novelista Naguib Mahfuz, el hombre que había contado como nadie el alma de la capital egipcia. Por eso, y por su enorme capacidad creadora, le dieron el Nobel en 1988, con lo que se convirtió en el único autor en lengua árabe galardonado con la más alta distinción de las letras.

Una tarde de primavera de principios de los 80, el director de la Agencia Argelina de Noticias me llevó a verle al café Orabi. Entonces ya era una celebridad y un mito de la literatura árabe, aunque no tenía las dimensiones mundiales que da el Nobel. Cuando charlamos aquel día, aún no habían proyectado sus sombras por el mundo los Bin Laden ni los Bush. No habían aflorado los terrorismos fundamentalistas de Al Qaeda, ni los neocon americanos había diseñado una guerra convencional para combatir el terrorismo islamista, ni habían planteado la siembra de la democracia en Oriente Medio arando las poblaciones con tanques y soltando bombas desde el cielo con aviones invisibles. El edificio del World Trade Center, las famosas Torres Gemelas, estaba todavía en pie, exhibiendo la geometría del éxito y el orgullo americanos, estaban vivas las 192 víctimas asesinadas en los trenes que pasaban por Atocha, y las 52 del metro de Londres. Algunas ni habían nacido.

Sin embargo, aquella tarde ya hablamos de los clichés simplistas y simplificadores con que se ve y analiza Occidente desde el mundo árabe-musulmán, y también del simplismo reduccionista que se utiliza en Occidente para analizar y ver el islam. Ahí está una de las raíces de las confrontaciones, aunque después haya muchas otras causas. En primer lugar, lo que englobamos con el nombre de Occidente no es una realidad única y monótona: existen gran variedad de sentimientos y pensamientos.

También en el mundo árabe musulmán hay una enorme variedad, y el reduccionismo con que se ve desde Occidente falsifica la realidad. Según mis apuntes, Mahfuz dijo algo así como que había dos realidades falsificadas y que eso generaba odios y tensiones, aunque no creía que fueran a desembocar en una guerra de civilizaciones.

Mahfuz se confesaba hijo de la civilización islámica, así como también de las civilizaciones del antiguo Egipto, y defendía una interpretación tolerante del Corán, como de todos los libros sagrados de las religiones monoteístas. A lo largo de la historia se hizo muy pocas veces. Los hombres montaron sus guerras implicando en ellas a su Dios con los nombres de Alá, Jesús y Yahvé.

No tuve ocasión de volver a hablar con él, aunque me habría gustado hacerlo en estos años de barbaries desatadas entre el mundo islámico y Occidente.

No cabe duda de que aquel 11 de septiembre, con el cruel ataque a las Torres Gemelas y sus secuelas de miles de muertos, se rompió el equilibrio del mundo. Fue el acto terrorista más espectacular de la historia, llevado a cabo por desalmados y fanáticos islamistas. Incluso en el mundo árabe hubo una corriente de simpatía y solidaridad con EEUU. Bush estranguló esos buenos sentimientos al responder con una guerra convencional a unos actos de terrorismo, olvidando que la única forma de vencer al fundamentalismo islamista es aliarse con el islam moderado.

Periodista