Falta justo un año para que en Pekín se encienda la antorcha olímpica, y el país está ahora patas arriba preparando inauguraciones que lo situarán en la modernidad. Solo el nombre de Mao merece el respeto de los mandamases, porque en su mausoleo no molesta y el comunismo chino ha sabido hacerse compatible con las cuentas corrientes multimillonarias. Como dijo un discípulo del gran Confucio, "saber conservar es tan importante como saber cambiar".

Las imágenes de miles de nuevos rascacielos son el signo de la nueva China. Pero no se crea que el cambio olímpico es solo ladrillero, pues para eso está la burbuja valenciana de la construcción, sino que pretende reformar, además, el código vigente aún de lo socialmente correcto. Se mantendrán los principios, pero se suavizarán las formas. Por ejemplo: se mantendrá la norma del hijo único, pero se estimulará de manera menos salvaje. Debió de ser un propagandista que se creía gracioso el autor de una comparación de mal gusto que se convertiría en cartel: "Cría menos niños, pero cría más cerdos". Aún pueden encontrarse esos carteles y otros igualmente agresivos contra la infancia. Dentro de un año no habrá ninguno. No se exhibirán, pero seguirán existiendo en la memoria del pueblo. Les añadirán la malicia que prohíbe la ley y contarán a su vástago la alucinante historia siguiente: "Mira a tu padre, querido Chang, que fue parido en un claro desafío a los burócratas del partido: tenía permiso para criar un cerdo y te prefirió a ti".

Y todos se reirán, porque la carcajada es preferible al llanto. De momento, no hay noticias de que la risa vaya a ser prohibida.

Periodista