La hostilidad manifiesta del Ejército y la judicatura de Turquía hacia el Partido de la Justicia y el Desarrollo (PJD), islamista moderado, que gobierna el país con una confortable mayoría en el Parlamento, se ha traducido una vez más en un enfrentamiento institucional. El fallo del Tribunal Constitucional que señala al PJD y a sus principales figuras, incluido el primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, como contrarios al espíritu laico de la Constitución, plantea un conflicto entre poderes difícilmente resoluble, salvo que el Gobierno opte por renunciar a su propósito de introducir reformas en la Carta Magna para que deje de estar prohibido llevar velo en las universidades. Un proyecto que concita en la calle más adhesiones que recelos, pero que los depositarios de la herencia de Kemal Ataturk han convertido en el símbolo de un combate político en el que, con harta frecuencia, el ruido de sables impide el debate sereno.

Las razones esgrimidas por los custodios del laicismo constitucional turco podrían considerarse legítimas en cualquier país democrático si no fuera porque, tras el prurito de los jueces y la vigilancia de los generales, no es difícil descubrir una estrategia de acoso sin tregua al Gobierno islamista. Una situación agravada estos días por el juicio a una oscura trama conspiratoria, con implicación de algunos uniformados, que ha encabritado aún más los ánimos en los cuarteles.