La masificación es el gran tema del verano. Soñamos con pasar las vacaciones en una lejana playa solitaria, pero cuando llegamos a destino comprobamos con horror que no tenemos más remedio que compartir la playa con miles de personas que han tenido la osadía de soñar lo mismo. Soñar es libre, por supuesto, pero entre el deseo y la realidad media un abismo y es un hecho que en verano las playas están llenas, las autopistas se atascan y hay cola para visitar cualquier monumento. La masificación lo falsea todo. ¡Bienvenidos al verano!

Fijémonos en los recientes Sanfermines. En los años 20 era una fiesta local que convocaba a 20.000 personas, pero en 1959 Hemingway ya se quejaba de que fueran 100.000 los que acudían a Pamplona. No sé qué diría hoy, cuando los visitantes superan el millón, pero fue precisamente él, con su novela Fiesta, quien más contribuyó a la masificación. Gracias a él, las calles de Pamplona se llenan cada año de extranjeros que beben sangría a espuertas y sueñan con llegar a la literatura por la vía del alcoholismo.

Es lo que hay: si quieres ver la Acrópolis tienes que hacerlo en unión de miles de turistas, y lo mismo el Capitolio o la Torre Eiffel. El turismo es cosa de masas.

Los problemas que crean las hordas turísticas en los monumentos han hecho que algunos gestores se planteen construir réplicas para que estas no dañen el original, pero los nuevos bárbaros no se arredran. Lucharán a brazo partido por una foto en el monumento, aunque no sepan muy bien dónde están y les importen un bledo el arte y la historia. Masificación e incultura son una alianza terrible. Qué se lo digan si no a Belén Esteban, capaz de confundir el Adriático con el Antártico… El problema no tiene fácil solución. ¿Quién se atreve a frenar la masificación? ¿Quién osa trazar la línea entre los que pueden viajar y los que no? La respuesta, el verano que viene. H