Irán es ahora mismo el mayor quebradero de cabeza en la agenda internacional de seguridad. Su programa nuclear, oficialmente para usos civiles, pero con la creciente sospecha, como apuntaba en noviembre la Agencia Internacional de la Energía Atómica, de que alimenta su ambición de fabricar un arma atómica, plantea un desafío de muy difícil respuesta. Las sanciones impuestas a Teherán funcionan, pero a una velocidad que EEUU e Israel desearían mucho más rápida. Los efectos se notan en las dificultades que Irán tiene para vender y cobrar su petróleo, aunque sigue contando con dos aliados que le permiten bordear el problema, que son Rusia y China. No obstante, Pekín, al igual que otros países asiáticos que son grandes consumidores de energía, ya buscan actualmente las alternativas al petróleo iraní, alertados por la indomable voluntad de Washington de lograr un embargo total sobre el régimen de los ayatolás.

Después del sonado desastre de la guerra de Irak, la opción bélica clásica parece estar fuera de todo cálculo, al menos en el Pentágono, y la de un ataque relámpago que destruiría los laboratorios nucleares, algo en lo que los israelís tienen sobrada experiencia, no encuentra consenso entre las propias fuerzas armadas de Tel Aviv ni tampoco entre los políticos.

O sea, que, de momento, se está librando una guerra encubierta hecha de sabotajes, como la propagación del virus informático Stuxnet que destruyó una quinta parte de las centrifugadoras del programa nuclear, y asesinatos selectivos de científicos que la semana pasada se cobró una nueva víctima. Esta guerra encubierta podrá retrasar el programa nuclear, pero no va a detenerlo, como no va a hacerlo el creciente aislamiento internacional de Irán, ejemplificado en la recién acabada gira del presidente Mahmud Ahmadineyad por América Latina, en la que no ha podido recabar el deseado apoyo de Brasil.

La decisión iraní conocida hace unos días de construir una segunda planta de enriquecimiento de uranio, inalcanzable desde el aire, añade un sentido de urgencia, aunque el desafío de los ayatolás pone a Washington, Tel Aviv y Londres en un callejón sin salida. Pero el fondo de la cuestión está en que tanto o tan poco derecho tiene Israel a tener su arma nuclear para defenderse, como Irán a hacer lo propio.