La semana pasada se cumplieron 319 años de vuestra llegada a Castellón. Lo hicisteis entre la alegría de un pueblo que encontraba en aquel pobre convento un nuevo lugar social en el que discernir sobre el sentido de una existencia, entonces quizá bastante más dura que hoy. Vuestras cuatro monjas fundadoras llegaron a la ciudad el 16 de mayo de 1693 y, tras alojarse aquella noche en el convento de sus hermanas clarisas, asistieron el 17 de mayo a la misa de la Santísima Trinidad en la iglesia mayor de Santa María, tras la cual, en procesión muy concurrida y alegre según las crónicas, fueron hasta su convento para cerrar y abrir a un tiempo, por más de tres siglos, las puertas de una clausura que entonces despertó un significativo interés entre aquellos poco más de 4.000 castellonenses.

En pocos días las capuchinas os marcharéis entre silencios, quizá demasiados silencios, algunos clamorosos y otros, los más, repletos de rumores, quizá demasiados rumores. Pero sobre todo os marcharéis entre la indiferencia de una sociedad que, más allá del arte que hasta hace poco guardabais en vuestra casa, ni conoce de vuestro quehacer ni le importa tampoco vuestra suerte. Son otros tiempos estos, hermanas, tiempos de cambios que no sabemos muy bien a dónde nos llevan, tiempos que quizá tan solo nos den una vuelta para devolvernos al mismo sitio, como dicen algunos. Y ahora que todo ocurre tan deprisa, tenéis que echar el cierre a uno de esos pocos lugares en los que la vida se remansaba con silencio y disciplina para confrontar, en paz, el problema de nuestra propia medida, la de la humana condición, y comprenderla e integrarla --¿qué es sino la humildad?-- para buscar a partir de esta medida, pero más allá de ella misma, el sentido de la existencia humana, de sus luces y sombras, sus penas y alegrías.

Del agua aquietada en vuestro convento hemos ido a beber muchos castellonenses durante estos tres siglos, encontrando en vuestro servicio palabras y gestos, señales de que otra vida es posible, una vida de espíritu liberado y armonía de corazón, donde lo esencial se hace el pan único de cada día y todo se vuelve así signo del amor de Aquel a quien vosotras experimentáis como el Esposo. Pero ahora tendremos que buscar nuevos remansos en este agitado río de la vida que asemeja un complejo bosque de sendas y artefactos tecnológicos, cuyos límites no vislumbramos y por el que transitamos a media conciencia.

Supongo que vuestra ausencia nos empujará un poco más a buscar nuevos espacios de sosiego y quizá la memoria que nos dejáis en herencia y los nombres de su urdimbre nos ayuden en esa tarea que siempre tendremos pendiente: nombres como los de Francisco y Clara de Asís, que inspiraron vuestra forma de vida; como los de Teresa, Dorotea, Inés y Ana María, que abrieron la casa que ahora vosotras cerráis; como el de Josefa María García, primera hija de vuestra comunidad que tanta fama, amigos y caridad dio al convento; como el de Isabel Calduch, cuya sangre alentó la fe de muchos; o nombres como los vuestros, Rosalía, Josefina y María Isabel, a quienes la historia os ha reservado la dolorosa misión de abandonar una tierra, Castellón, que vuestras sandalias pobres y enamoradas hicieron más sagrada. No os olvidéis de nosotros, hermanas, aunque nosotros lleguemos a olvidaros y la historia secuestre esos nombres que nos animan a sobrevivir de la única manera posible, intentando descubrir esa insólita Belleza de la que vosotras sois testigos. H