Erase un país en el que las cosas no iban demasiado bien. Para ser exactos, iban rematadamente mal. Los súbditos de este desgraciado país estaba atemorizados porque cada viernes el consejo de sabios barbudos que dirigía sus designios subía los impuestos, ordenaba que los niños se hacinaran en las escuelas o recortaba la cantidad de físicos que mantenía sana a la plebe.

Las leyes que aprobaban estos ancianos barbudos estaban hechizadas por los sortilegios y embrujos de una malvada bruja que, aunque tenía un nombre celestial Ángela, por su apellido de estirpe se sabía fácilmente a quien obedecía. Merkel, que en el arcano idioma de los pueblos bárbaros del norte quería decir “la que obedece a los mercados”.

Aquel viernes, sin embargo, la princesa encargada de dar las noticias les dijo a los súbditos que el consejo de ancianos había decidido, por fin, hacer las cosas fáciles. Aprobaba la autolicencia exprés. Un mecanismo que eliminaría el sistema de permisos municipales para abrir un negocio y que ahorraría “mucho tiempo y dinero” a los súbditos que desearan ganarse el pan de sus hijos sin trabajar para otros.

Pero esta medida solo afectaría a los negocios de menos de 300 m2 de superficie. Los restantes negocios, los grandes, aquellos que podrían dar de comer a muchas familias, estos seguirían estando en manos de oscuros funcionarios que alargarían las autorizaciones durante años y años. O de gente sin escrúpulos que pudieran hacer valer su posición de decisión para exigir, a súbditos y extranjeros con dineros y ganas de invertir en el país, comisiones y peajes indebidos.

Moraleja: el maquillaje es algo muy bonito y resultón. H