Anteayer era domingo de resurrección. Dentro de lo atípico de la jornada, por las restricciones de la peste negra del siglo XXI, hubo un hecho que me emocionó. A las doce de un mediodía radiante, el campanero echó al vuelo las ocho campanas del Fadrí de diferentes diámetros y altura, generando, con sus plurales tonalidades, una broncínea sinfonía de algazara festiva y solemnidad.

Vivo muy cerca de la plaza Mayor, y el sonido de las campanas me resulta, desde mi niñez, enormemente familiar y entrañable. Con su redoble augusto y polifónico, señalaban la resurrección de Jesús. Al tiempo, en la catedral se oficiaba la misa de gloria. Mi madre, en ese mismo día y en esa misma casa, abría las ventanas para que entrase, según decía en su creencia candorosa, la gracia de la resurrección y por ende la vida. Cuando dejé de ser niño, la autora de mis días realizaba la misma ceremonia en esa jornada. Y yo, ya con una cierta formación a mis espaldas, recordaba el exlibris de Bernat Artola (para mí Don Bernardo), que me encajaba al pelo con la ceremonia familiar: «Damunt de la mort, la vida». Ni que decir, que abrí las ventanas hace dos días.

No es cuestión de creencias (que en mi caso también). Es cuestión de sentimiento y sobre todo de tradiciones. Bendigo que en estos tiempos de marcado laicismo aún se conserven. Y es que, no olvidemos que muchas de estas costumbres, generadas por el fenómeno religioso, son parte de nuestro acervo cultural. La Europa del Oeste era significada por Arnold Toynbee, tal vez el más grande historiador que dio al mundo el siglo XX, como la «Civilización cristiana occidental». Y, si no lo queremos como tradición, tomémoslo, al menos, como folclore. Así lo hacia mi queridísima Matilde Salvador que se intitulaba «beata folclòrica».

Cronista oficial de Castelló