Este VI Domingo de Pascua celebramos la Pascua del Enfermo. Este día nuestra Iglesia se acerca a los enfermos, a sus familias y a los profesionales sanitarios mostrándoles el rostro de Cristo Resucitado que acompaña y cuida a los enfermos. Hoy que la Iglesia diocesana y sus comunidades parroquiales oran especialmente con y por los enfermos y se administra el sacramento de la Unción de los enfermos.

El amor infinito, compasivo y misericordioso hacia la humanidad que Dios Padre nos ha manifestado en la muerte y la resurrección de su Hijo es la razón de nuestra alegría. Este amor de Dios transforma e ilumina nuestra existencia, también en el dolor, la enfermedad y la muerte; un amor que es fuente de esperanza.

Todos debemos cuidar de la salud, propia y ajena, y combatir la enfermedad con todos los medios a nuestro alcance. La vida es un don de Dios, que hemos de cuidar. Pero, sobre todo, hemos mirar a Dios cuando la ancianidad, la enfermedad y el dolor se hacen presentes en nuestra vida. Dios nunca nos abandona. Nada ni nadie, ni la muerte, podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo, muerto y resucitado. Por ello es propio del cristiano dirigirse a Dios en la enfermedad para pedirle la salud del cuerpo y del espíritu y esperar en la vida eterna, cuyo camino ha abierto Jesús con su muerte y resurrección para los que creen y confían en Él.

En el sacramento de la Unción de enfermos, el mismo Señor Resucitado, en la persona del sacerdote, se acerca a quien sufre, está gravemente enfermo o es anciano. El buen Samaritano se hace cargo del hombre malherido por los salteadores, derramando sobre sus heridas aceite y vino. Y lo confía al posadero para que siga cuidando de él. El posadero es hoy la Iglesia, el sacerdote y la comunidad cristiana, a quienes Jesús confía a los que sufren, en el cuerpo y en el espíritu, para que podamos seguir derramando sobre ellos y en su nombre su misericordia y salvación.

*Obispo de Segorbe-Castellón