Cerrábamos la semana pasada la entrega de la referencia a la papisa Juana con una alusión a la presunta Donación de Constantino. Oficialmente la Santa Sede nunca ha declarado la «insidia, perfidia y falsidia» de este documento, pero bien es cierto que desde que Lorenzo Valla, en 1440, les puso la cara roja a los ínclitos talares vaticanos, dejó de ser aludido como fundamento nomotético de los Estados Pontificios. Fue Lutero quien, en 1517, año de la promulgación de sus 95 tesis en la puerta de la iglesia del Palacio de Wittenberg, hizo pública la evidencia del fraude.

La exégesis del documento ha probado que la «donación de Constantino» debió ser redactada por un eclesiástico de la basílica de Letrán, hacia 753, en el tiempo en que el papa negociaba con el rey franco Pipino el Breve, la concesión de un área en Italia para su gobierno. En el intercambio de cromos, Esteban II, permitió sin rechistar, que Pipino usurpase el trono de Francia a la legítima dinastía merovingia, a cambio de los territorios que Lombardía había desposeído al Imperio bizantino. Vamos un zafarrancho político de gatuperios e intereses en el que la apócrifa «donación de Constantino» jugó un papel de añagaza no de Primera División, ¡de Champions League!

Volviendo al andrógino fray Johanes Anglicus diremos que se había ganado los afectos del pueblo y del papa quienes le reconocían una condición de sobrenatural santidad, por sus curas milagrosas. Pero el envidioso Anastasius, tratando de que el joven monje, a quien había denigrado por doquier, no le ganase la mano, envenenó en 855 a León IV y él mismo, como el eclesiástico más poderoso de la curia, se autoproclamó su sucesor sin contar con la elección de los obispos establecida por el sínodo laterano. La irregular actuación de Anastasius, en cuanto a su autonombramiento y la agudeza de la astuta fémina, de varonil apariencia, lograron cambiar las tornas, en favor de ésta. Quien en loor de multitud fue proclamada papa.

Cronista oficial de Castelló