Ha pasado una semana desde mi último ingreso en el centro de agudos. El motivo de mi entrada se podría entender en mi habilidad para meterme en una cabina y salir vestido de Superman. Hoy sigo siendo incapaz de rememorar con nitidez mi reclusión física y moral. Solo me asaltan, de forma temporal, recuerdos abstractos que se revelan de forma espontánea cuando recibo ciertos estímulos, que tienen la capacidad de retrotraerme al momento de mi encierro no voluntario.

Ayer, una mosca polilla visitó mi sala, e inconscientemente mi memoria se desató. Me sobresaltaron imágenes que me dibujaban atado a una cama con los ojos muy abiertos, observando con fatiga el revolotear desordenado, casi desesperado, de una polilla encerrada en una lámpara de techo. El insecto, como un servidor, estaba aislado. La contención me obligaba a ser espectador forzoso del insecto y sufrir, hasta empatizar, con él. El zumbido de sus alas bailaba con mi respiración, los golpes que daba en la lámpara se parecían al esfuerzo de mis muñecas para deshacerme de las ataduras.

Según el informe de alta, había sufrido varios tipos de trastorno: de orientación, de psicomotricidad y de memoria. Y para mitigarlos, lejos de tomar medidas más amables y menos hirientes o humillantes, se optó por la contención mecánica o física de mis extremidades. A merced de la gravedad de mis síntomas se decidía inmovilizar total o parcialmente mi cuerpo para garantizar mi seguridad o la de terceros. Esto último me resultaba muy extraño, pues estaba en la absoluta soledad salvo la compañía de la polilla aspirante a escapista.

¿Qué me daba por tener movimientos con la cintura de arriba abajo cuando sufría desesperación? Me regalaban el cinturón abdominal. ¿Qué me apetecía rascarme y pensaban que me quería arañar? Ponían a mi disposición unas manoplas realizadas con material acolchado para evitar autolesiones. Atar en tiempos revueltos, como los que nos ha tocado vivir, no es lo más inteligente. Se antoja la necesidad de aplicar otros protocolos de atención y cuidado más empáticos. Como la desescalada verbal, que permite favorecer la relajación del interno y, en consecuencia, reducir su angustia de una manera exquisita y diferente a aquellas acciones que limitan los movimientos del afectado y lo hunden moralmente.

Los protocolos de atención en un centro de salud mental implican de manera inequívoca un acuerdo social entre el personal y el interno, sea cual fuere el motivo que le llevó a la reclusión, y sea esta voluntaria o a petición de un juzgado. Como si de un semáforo se tratase, el disco rojo significa pararse, no pasarse de la raya. Los conductores deben velar por los peatones. El automovilista disfrazado de médico, enfermera, celador… está obligado a respetar al enfermo y ayudarle por su compromiso social.

Decía el filósofo austriaco Wittgenstein que decir una palabra es como tocar una tecla en el piano de tu imaginación. Y la palabra contención inspira diferentes melodías: la tecla de la impotencia del sujeto que sufre la inmovilización y la de la hipocresía del sistema que a pesar de denunciar los abusos de las contenciones y afirmar que es una grave violación de los derechos humanos, sigue permitiendo su puesta en escena disculpando semejante afrenta como estrategia preventiva de supuestos peligros. Las contenciones son un arma de destrucción masiva. Las correas, las manoplas, la sedación, el chantaje afectivo que no deja rastro y domestica los impulsos del sujeto.

La Declaración Universal de Derechos Humanos de Naciones Unidas dice que «todo paciente tiene derecho a ser tratado lo menos restrictivamente posible y a recibir el tratamiento menos restrictivo y alterador que le corresponde a sus necesidades de salud y a la necesidad de proteger la seguridad física de terceros». La restricción en su significado global es sinónimo de coacción, y esta práctica se desarrolla de manera reiterada en los centros de custodia de enfermos de salud mental, abandonados a suerte. La expresión primum non nocere, «lo primero es no hacer daño», enunciado empático atribuido al médico griego Hipócrates, resulta un espejismo en la salud mental.

AFDEM