Un conocido mío se dedica (¡vaya dedicación!) a contar las veces que determinados personajes públicos aparecen en las páginas de un periódico. Lo hace por pasatiempo, dice --yo creo que por nostalgia de La Codorniz--, pero los tilda de narcisistas y pigmaliones. En la antigua Grecia el mito de Narciso describe a un joven bello, pero harto vanidoso, pendiente de sí mismo, un rompecorazones, que, al fin, muere absorto ante su imagen reflejada en un estanque; todo urdido por la diosa Némesis. Por otra parte, Pigmalión es un escultor que talla la imagen de Galatea y se enamora de ella hasta conseguir que Afrodita le dé vida. Hasta aquí los mitos.

Hoy, al igual que en tiempos pretéritos, vemos con demasiada frecuencia a personajes públicos prendados de su imagen, sonrisa puesta y verbo fácil, aunque sin llegar, muchas veces, a ese narcisismo exacerbado del mito, pero sí, al menos, a un buen estado de autocomplacencia. Cuida de su imagen, pero no se preocupa demasiado de su obra. Si para ello tiene que recurrir a la mentira, pues lo hace, y sufre, al menos, dos veces: ni cree ni es creído, como alguien dijo. Este es el Narciso. Otros, en cambio, se parecen a Pigmalión: prendados más que de su imagen –que también-, lo están de su obra, enamorados de lo que dicen haber hecho hasta convertir su satisfacción en una realidad, paradójicamente virtual y utópica. «Sobrevalorar algo –decía ya Baltasar Gracián-- es una forma de mentir». Y esto es también muy frecuente.

Entre los narcisos y los pigmaliones hay una gradación infinita de posibilidades. El lector los encontrará en esos personajes que aparecen en los medios y que mi conocido va recogiendo día tras día en esa interminable lista gráfica. Pero sensatos también los hay, aunque menos.

Profesor