La semana pasada anunciaba aquí la celebración de un Año Jubilar diocesano y, por ello, la puesta en marcha en nuestra diócesis de Segorbe-Castellón de un proceso de oración y reflexión para discernir juntos los caminos para la misión de la Iglesia en el presente. Este proceso lo haremos por grupos en nuestras parroquias, comunidades, movimientos y asociaciones. Se trata de ponernos a la escucha del Señor, de abrirnos a la moción del Espíritu Santo y de atender a los deseos y gemidos de nuestros contemporáneos para discernir juntos los caminos que Dios nos indica para la vida y misión de nuestra Iglesia.

Ciertamente que encontramos serias dificultades internas y externas en dicho sentido. Siendo realistas, siempre han existido dificultades, aunque en cada época son diferentes y hoy sean quizá de mayor calado y extensión. Pero la fe nos dice que no estamos solos. El Señor ha resucitado y nos acompaña en todo momento con la asistencia del Espíritu Santo.

Ya en la Última Cena, Jesús prometió a sus Apóstoles que les enviaría el don del Padre: el Espíritu Santo (cf. Jn 15, 26). Esta promesa la cumplió el día de Pentecostés, cuando el Espíritu descendió sobre los discípulos en el Cenáculo. Aquel día «se llenaron todos de Espíritu Santo» (Hch 2, 4) y salieron por las calles de Jerusalén a anunciar que Jesús, al que habían visto morir en la Cruz, ha resucitado y que todo el que crea en Él tendrá Vida eterna. Esa efusión del Espíritu, si bien extraordinaria, no fue única y limitada a ese momento. Cristo resucitado sigue derramando el Espíritu vivificante sobre las personas, sobre las comunidades y sobre toda la Iglesia.

Para vivir la comunión eclesial y salir a la misión, hemos de abrir los corazones a una nueva efusión del Espíritu Santo, que nos enseña, renueva, fortalece, crea comunión y nos alienta a la misión. El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia en su vida y en su misión. Él es el Maestro interior, que nos enseña a escuchar la voz del Resucitado.

Obispo de Segorbe-Castellón