Opinión | COSAS MÍAS
Perder el oremus
Mi familia, de cristianos viejos, siempre ha sido, reverencialmente, católica, apostólica y romana. Eso explica las muchas misas que tengo ayudadas, desde bien niño, cuando se rezaban en latín y el acólito era el único que respondía, por lo bajini, a las deprecaciones del sacerdote, por más que no se enteraba de lo que estaba diciendo.
Se oficiaba de espaldas a los feligreses y antes de que se leyera el evangelio, el ayudante pasaba de un lugar a otro del altar, el pesado misal de tapas duras, de bien repujado cuero, con estampaciones en oro, y charnelas de cierre de bronce, como el atril cincelado en el que se depositaba el libro litúrgico. Esa, joya de la encuadernación, llevaba en el canto de las hojas, unas pestañas de color, llamadas oremus, para que el celebrante pudiera encontrar, con facilidad, los textos de las oraciones de la misa. Cuando el presbítero, después de rebuscar y rebuscar, pasando salientes, no acertaba a dar con el rezo, se decía que «había perdido el oremus».
La locución ha formado callo en el lenguaje coloquial, en el sentido de aplicarse a alguien que ha olvidado el hilo del discurso, no sabe lo que se dice, ha perdido el juicio, la cordura... A la frase no le faltan sinonimias, tales como: «perder los papeles» o «irse el santo al cielo». Esta última hace referencia a aquel curilla de pueblo que en un sermón de esos de plato de caliente, como se llevaban a cabo en los preconciliares púlpitos, olvidó el nombre del santo sobre el que versaba su prédica y salió del atolladero del deambulo en el potaje de la memoria, diciendo que se le había ido el santo al cielo. La frase, que empezó a usarse a fines del siglo XIX, no está en el diccionario de la Moli, ni en el fraseológico de Seco, ni en el Clave.
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