La Solemnidad de Todos los Santos suscita en los fieles cristianos un clima de alegría y de gratitud. En este día, la Iglesia nos invita a entonar un canto de acción de gracias a Dios por todos los santos, a venerarlos y a compartir su gozo celestial.
Los santos no son un pequeño grupo de elegidos, sino «una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua» (Ap 7, 9). Esa multitud la forman no solo los santos reconocidos de forma oficial; la mayoría de ellos son personas desconocidas que resplandecen como astros llenos de gloria en el firmamento de Dios. Son los santos del Antiguo Testamento, desde el justo Abel y el fiel patriarca Abraham, los del Nuevo Testamento, los numerosos mártires del inicio del cristianismo y los beatos y santos de los siglos sucesivos, hasta los mártires de nuestro tiempo. A todos los une haber encarnado en su vida terrenal las bienaventuranzas, bajo la acción y el impulso del Espíritu Santo.
San Bernardo se pregunta en una homilía de qué sirve nuestra alabanza a los santos. «Nuestros santos no necesitan nuestros honores y no ganan nada con nuestro culto. Por mi parte, confieso que, cuando pienso en los santos, siento arder en mí grandes deseos». Este es el significado de este día: que su recuerdo y la contemplación de su ejemplo, susciten en nosotros el gran deseo de ser, como ellos, felices por vivir para siempre junto a Dios, participando de su amor, de su luz y de su gloria, formando parte de la gran familia de los amigos de Dios. Todos estamos llamados por Dios a la santidad, a la perfección del amor.
Al celebrar a los santos, recordamos también a nuestros difuntos y oramos por todas las almas que están en camino hacia la plenitud de la vida. A la luz de Cristo y de su misterio pascual, podemos decir, esperar y confiar que ni siquiera la muerte puede hacer vana la esperanza y la oración del creyente. No podemos dejar de confiar en Dios. Oremos por los difuntos.
*Obispo de Segorbe-Castellón