El Periódico Mediterráneo

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Isabel Olmos

PUNTO Y APARTE

Isabel Olmos

Tú pide tranquila

Me introduzco apresurada en el supermercado de mi barrio. Trabajar en un oficio sin horarios te convierte en una de esas personas que a las 9 de la mañana está en la puerta como un pasmarote esperando a que un trabajador o trabajadora suba la persiana y le reproche, con una mirada repleta de desprecio, su ansiedad. Mientras entro con la puerta mecánica subiendo, dejo caer sobre mis manos un chorro del gel hidroalcohólico y me lo esparzo con energía de camino a la pescadería. Solo quiero eso, un poco de pescado fresco para cenar cuando lleguemos de trabajar. Nada complicado que requiera más elaboración que una plancha. De fondo, oigo las ofertas del día.

Llego la primera porque todavía soy medianamente joven y ágil y porque existe un aire acondicionado que resucita mis piernas, atemorizadas e impresionadas por el calor de la calle. De repente, siento detrás de mi una presencia competidora, como rival. Alguien hasta entonces desconocido ansía también, con una respiración agitada, el primer lugar en el podio de los productos del mar. Atisbo de refilón. Es una señora mayor con un carrito de niño cuyas rueditas hostigan mis tobillos sin piedad. Si me paro ahora en seco, pienso, me mutila. Porque a los mayores no se les puede retar, ojo: en las colas de los sitios siempre son los primeros y también saben cómo adelantarse a su turno.

Triunfante, marco el botón: tengo el 1. Mi contrincante acepta con deportividad su segundo lugar. O eso pensaba yo. Sale la dependienta desde detrás de unas cortinas plastificadas afilando un cuchillo de largas dimensiones. «¡Uno!», grita a pesar de que solo somos dos. Confiada, con mi papelito en mano me aproximo. Entonces oigo: «¿Tenéis emperador?». Me giro. Es ella. Primer intento de sabotaje. La dependienta le contesta que sí. Doy otro pasito adelante y le señalo algo. «¿Pero es fresco?», se me cuela, de nuevo, una voz por la espalda. Yo resoplo, porque de buena mañana y sin café es lo máximo que mi indignación me permite. Algo fino, un ligero bufit, como decimos los valencianos, sin sustancia. Ni se percata, claro. Las batallas en los supermercados están hechas para gente de trinchera, pienso, no como yo, que por no chocarme con nadie hago incursiones vikingas exprés con la lista en la cabeza.

Exigencias y demandas sin tregua

Por encima o a través de mi insignificante persona me atraviesan, como flechas, miles de frases. «¿Y no tendrás sardinas?», «los mejillones espero que no sean de fuera» o «yo prefiero el horno a la freidora». Absolutamente vapuleada por el entorno. La dependienta ha logrado ponerme lo poco que yo quería comunicándonos casi por señas, porque ella continúa, martilleante, con sus exigencias y demandas sin tregua. Mientras asisto a mi derrota sin paliativos pienso en mi abuelo Pepe, que llamaba a mi hermano boquerón, y en el miedo que me daba de pequeña mirar a los pescados muertos a los ojos. Pienso en esta mujer, que a las 7 de la mañana le han dejado al nieto y que ella prefiere llevárselo a comprar pronto porque luego, por el calor, ya no salen, y que hoy le hará sardinas, aunque luego huela todo, porque son sanas y baratas, porque ahora que ha subido todo hay que mirar las cosas más y mira Conchi qué sorpresa qué haces tu por aquí, cómo estás, yo muy sola desde que murió Paco ya ves, no me recupero, no hay manera, menos mal que tengo al chiquillo porque si no los días se me hacen eternos, ya no sé qué hacer, toda la vida juntos y en la jubilación ya ves, no pudimos disfrutar, a veces yo también me quiero ir, ver si esta chica se decide y acaba de pedir jajajaja era broma mujer, no te lo tomes en serio, pide tranquila.

Periodista

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