Ya desde las primeras horas de la mañana de ayer, José Manuel Caballero Bonald, 86 años, aquejado de bronquitis desde hace tres días en los que no se ha levantado de la cama, decidió que si finalmente, como se rumoreaba y como así fue, le daban el Premio Cervantes, el más distinguido de la lengua española, no se movería de su casa para atender a la prensa. Y así fue.

La confirmación vino con la llamada telefónica del ministro Wert para comunicarle una noticia que Pepe -como le llaman sus amigos- Caballero (Jerez de la Frontera, 1926) esperaba desde hace dos años. “Supongo que ahora me ha tocado por edad. En todo caso, en ningún momento pensé en rechazar el premio (como hizo Javier Marías con el Nacional de Narrativa). Este es un galardón que me llena de orgullo. Es la culminación a toda una carrera”, explicó el novelista, memorialista y poeta, con su habitual rotundidad.

El autor admitió que los 125.000 euros con los que está dotado el premio suponen una “inyección económica nada desdeñable que ayuda a sobrevivir”. Así lo explicó a un grupo de periodistas en su casa de Madrid, un piso más bien modesto en un barrio residencial en el que no cabe un libro más (muchos descansan en el suelo) ni un barco más. No en vano, esa es la vocación más antigua del escritor que estudió Náutica -además de Astronomía y Filosofía y Letras- y ha navegado a vela “por las aguas de los cuatro continentes”, como suele decir.

Un premio obliga al galardonado a hacer balance, y el del escritor es totalmente positivo, sino superlativo consigo mismo. Quizá sea la edad o que es el único superviviente -con el permiso de Francisco Brines o del más joven Juan Marsé- de la generación de los 50 o del medio siglo. Esa que formaron Jaime Gil de Biedma, Alfonso Costafreda, Carlos Barral, Ángel González, José Ángel Valente y José Agustín Goytisolo, todos muertos. La satisfacción le ha llevado a decir en más de una ocasión que no está “capacitado para escribir mal”. Y puede sonar muy poco modesto, incluso petulante, pero da cuenta de su forma de acercarse a su escritura elaborada y barroca: si el resultado no le convence, no lo publica.

De ahí que la trayectoria de Caballero Bonald, sea larga pero no especialmente densa. Se inició como poeta, con Las adivinaciones (1952), Las horas muertas (1959) y destacó con Descrédito del héroe (1977). En 1962 aterrizó en la narrativa con Dos días de septiembre, con el que obtuvo el Biblioteca Breve de los buenos tiempos y alcanzó la cumbre con Ágata ojos de gato (1974) para abandonar definitivamente la ficción con Campo de Agramante (1992). Por el camino también tuvo tiempo para cultivar su amor por el flamenco que cristalizó en el fundamental Luces y sombras del flamenco. H