Decía José Ortega y Gasset que el progreso no consiste en aniquilar hoy el ayer, sino, al revés, en conservar aquella esencia del ayer que tuvo la virtud de crear ese hoy mejor. Y eso, precisamente, es que lo intentan hacer en l’Alcora. Más de 70 años después de su cierre definitivo, el ayuntamiento de esta localidad de l’Alcalatén quiere recuperar la Real Fábrica de Cerámica Conde de Aranda, el lugar donde empezó todo. Allí se sitúa una de las cunas de la industria cerámica provincial. Porque lo que durante 217 años sucedió en el interior de un inmueble que llegó a ocupar más de 10.000 metros cuadrados marcó el destino de un pueblo. Y también el de buena parte de la provincia.

Quienes han estudiado lo que durante algo más de dos siglos se coció en el interior de la Real Fábrica de l’Alcora no dudan en afirmar que detrás del éxito de aquella industria se encuentran algunas de las claves del triunfo del actual sector azulejero. Conceptos como control de calidad, innovación, baja laboral, jubilación remunerada, seguro de accidentes o exportación se inventaron en una fábrica que sirvió de puente entre el taller artesanal y la fábrica industrial. «La búsqueda de la calidad, formación, innovación e internacionalización fueron conceptos que estuvieron presentes a lo largo de la historia de la Real Fábrica y que son también las claves que definen a la industria cerámica de hoy», apunta Eladi Grangel, director del Museo de Cerámica de l’Alcora.

La historia de la Real Fábrica comienza el 1 de mayo de 1727. Hace casi 290 años, Buenaventura Pedro de Alcántara Ximénez de Urrea, marqués de Torres y señor de Alcatalén, iniciaba la producción de loza en la Real Fábrica. ¿Por qué en l’Alcora y no en otro lugar? La elección no fue casualidad. En esa ciudad, que entonces tenía poco más de 3.000 habitantes, ya había 21 talleres artesanos de alfarería tradicional, cántaros y ollas. «Las gentes del l’Alcora conocían dos cosas fundamentales en la fabricación, el dominio del barro y la cocción de la cerámica. También porque en las cercanías se encontraba arcillas de gran calidad», argumenta Ramón Vicente Carnicer, autor del estudio El Conde de Aranda y la Real Cerámica de Alcora.

La Fábrica de l’Alcora fue Real porque en mayo de 1929 Felipe V concede una real cédula por la que eximía de impuestos a la exportación de loza de l’Alcora y a la importación de materias necesarias para la fabricación. Esta cédula, renovada por los sucesivos monarcas, fue de vital importancia para el futuro de la empresa: no solo contemplaba la excención de impuestos, sino que los empleados quedaban libres de algunas obligaciones contributivas y de cumplir el servicio militar.

Una técnica moderna

Los operarios, según las ordenanzas que se conservan, trabajan 10 horas en invierno y 11 en verano y para fabricar las piezas, primero, se moldeaban sobre barro y se cocían a temperaturas de 950 a 1.000 grados en primera cocción. En segundo lugar se esmaltaban sobre blanco y se volvían a cocer otra vez 950 ó 1000 grados. Después se imprimían los colores para la decoración y se volvía a cocer por tercera vez a petit feu (término acotado por técnicos de la fábrica, la gran mayoría franceses), a 650 grados. El ciclo de cocción duraba 40 horas y dos días de enfriado.

A la muerte de Buenaventura Pedro de Alcántara Ximénez de Urrea, su hijo Pedro Pablo asume la organización de la fábrica. «Esta etapa fue la más fructífera y eso se reflejó en la actividad y creación de empleo», subraya Joaquín Cabrera Bachero, arquitecto técnico, autor del libro La Real Fábrica del Conde de Aranda en Alcora. Sostenibilidad, materiales y edificación industrial y una de las personas que más ha estudiado lo que significó la Real Fábrica. De hecho, se estima que entre 1746 y 1763 había unos 500 operarios que en l’Alcora dependían directamente de la fábrica. Muchos de los técnicos llegaron de países como Francia e Italia.

Pero, ¿cuál era el destino de las miles y miles de piezas de vajilla y objetos ornamentales de loza?. «La comercialización no solo se redujo al mercado nacional, sino que también se exportó a otros países, compitiendo en el mercado internacional con las mejores cerámicas europeas del momento. Sus piezas se vendieron en Italia, Francia y Portiugal, pero también en América», recuerda Joaquín Cabrera.

En el siglo XIX, la Guerra de la Independencia afectó a la marcha de la fábrica. Las ventas descendieron y se entró en una época de decadencia. Pese a los intentos de sacarla a flote, finalmente la producción se paró en plena guerra civil. En los cincuenta se instalaron dos empresas, pero cerraron algunos años más tarde. Hoy, el recinto que en su día ocupó la fábrica más vanguardista de España sigue cerrado, aunque por poco tiempo más.