Las dos civilizaciones más majestuosas de la antigüedad, Grecia y Persia, anduvieron a la greña durante siglos por convertirse en el único, en el mayor de los imperios. Y por descontado, hundir en la miseria al perdedor. Saquear sus ciudades, violar a sus mujeres y robar sus riquezas.

Desde aquellos días han pasado no solo siglos, sino milenios, y mientras los persas han visto reducidos sus dominios pero no mermada su capacidad de influencia en el mundo, ahí está Irán, dando por saco a Occidente cada dos por tres, Grecia se ha ido a pique. Territorial, económica, política y socialmente. Hoy los griegos votan a su nuevo gobierno, pero eso poco importa ya.

El destino, generalmente, muestra su cara más irónica con el paso del tiempo. Si bien Persia y Grecia ya no compiten por dominar el mundo, una de ellas se mantiene en pie con orgullo. Planta cara al nuevo imperio todopoderoso, los Estados Unidos de América, y no me arrodilla ante nadie. Ni siquiera ante sus envilecidos vecinos de los petrodólares arábigos. Sin embargo Grecia se ha desplomado. Ha perdido el norte y se va a dejar guiar por líderes de nuevo cuño que no la sacarán de la bancarrota. Ni Syriza ni Amanecer Dorado pueden salvarla de su aciago final.

Grecia por fin es persa, y si no lo es… poco le falta. H