Botando la pelota, como si estuviera aún gambeteando por las calles de Rosario, se coló el sábado Leo Messi escoltado por sus compañeros camino de los vestuarios con un pasillo de honor pocas veces visto en el Camp Nou. Pero la magnitud de la gesta, destrozó el récord de Zarra que tenía 59 años, no alteró tampoco la rutina de la estrella. Se marchó sin querer hablar con nadie. Solo con los suyos. Un chupete para Thiago, su hijo, mirando a las cámaras tras el gol 252 (“te amo mi vida”, se leía en su labios), el mensaje en las redes sociales de Antonella, su mujer (“orgullosos de vos”, escribió ella) y la pelota de los tres goles al Sevilla camino de casa. Leo solo habla con Messi. Y con el balón, claro.

Hace casi 10 años (mayo del 2005) se subió a los hombros de Ronaldinho para festejar una delicada y deliciosa vaselina sobre Valbuena, el meta del Albacete. El sábado (noviembre del 2014), en cambio, fue manteado por todos sus compañeros. Y por dos veces. En la primera, tras el gol del récord, en pleno partido (m. 72) por mucho que molestara a Beto, el portero del Sevilla. En la segunda, con el encuentro ya concluido, y el Camp Nou puesto en pie para saludar a “un jugador único e irrepetible”, como recordó Luis Enrique. Messi representa para el Barça lo que fue Pelé para el Santos o Michael Jordan para los Bulls de Chicago, deportistas todos ellos que trascienden por encima de sus equipos y, por supuesto, de sus épocas.

Como si estuviera escrito por un invisible hilo del destino, Leo recibió la primera asistencia de gol de su vida en la Liga de Ronaldinho, el genio que dimitió antes de tiempo tras devolver la alegría al Barça, un club depresivo entonces antes de que él activara el círculo virtuoso. Y el sábado le tocó a Neymar, otro alegre brasileño, aparecer en la foto del gol que termina con la leyenda de Zarra. Con Rijkaard, el técnico que lo acunó en sus inicios, comenzó jugando por la banda derecha. Con Luis Enrique ha retornado a ese lugar, pero, en realidad, Messi necesita jugar donde le guía su instinto, conectado en todo momento con el balón, explorando límites que parecían imposibles. No solo por la calidad y cantidad de sus goles que han derribado mitos del club --Paulino Alcántara, César--, símbolos blancos --Di Stéfano (234 dianas) y Raúl (228)--, de la Liga --Zarra (Leo lleva 253 goles por los 251 de Telmo)-- y de Europa --Gerd Torpedo Müller (91 tantos en un año natural logró la Pulga)--. El impacto de Messi está por encima de los entrenadores, incluso de Guardiola, el arquitecto de la época más gloriosa del Barça, el que mejor entendió y escuchó sus silencios. Vive Messi por encima de ellos. Y del club. Una palabra suya (“quiero quedarme aquí, pero no todo se da como uno quiere”, dijo esta pasada semana) basta para agitar los cimientos de una institución con más de 100 años de vida. Como si no hubiera futuro sin Leo. “Si Messi está feliz, el Barça también”, dijo Xavi para retratar esa maravillosa y, al mismo tiempo, angustiosa dependencia del genio.

LA ÚLTIMA REBELIÓN // Si Leo está incómodo, y lo estaba por dos años que no imaginaba (una Liga y una Supercopa de España son minucias para él), más allá de sus problemas personales (Hacienda, las lesiones...), el Barça también. Cuando más ruido había sobre él, asomó a su cita con la historia dejando tres goles para una noche inolvidable. Jugando, eso sí, con libertad como siempre -arrancó desde la banda para marcar goles de delantero centro-, protagonizando una silenciosa rebelión. Leo, con 27 años, no juega para batir récords. Juega contra el recuerdo de Messi. H