Querido lector:

La crisis ha provocado muchos efectos. El principal, la bajada de la renta de la gran mayoría de la población, en especial los trabajadores asalariados de la empresa privada, los autónomos, los pequeños y medianos empresarios y sobre todo el que ha perdido el trabajo y ha sufrido el drama del paro. Pero entre las consecuencias de la crisis además, tenemos la austeridad en las cuentas públicas, que no ha venido tanto por la vía del recorte en gasto de personal como ha ocurrido en la empresa privada, sino en el recorte en la prestación de servicios y su apoyo en copagos de lo que antes era asistencia universal.

Y hago este preámbulo para incidir en que no solo ha habido copagos en sanidad, farmacia o dependencia, los más sonados, sino también en la educación, aunque no hayan recibido esta definición.

Por ejemplo, estos días hemos conocido los balances en relación a la educación universitaria, donde las tasas académicas han subido alrededor de un 90% en los últimos ocho años, muy por encima del llamado coste de la vida, de la inflación. En Castellón, en concreto se han incrementado un 94%, lo que según la Universitat Jaume I es la principal causa de la reducción de estudiantes universitarios, junto a la política de rebaja de la cuantía de las becas y el endurecimiento de los requisitos para acceder a ellas.

Por tanto, podríamos definirlo, sin tapujos, como un copago universitario, que como apunta la UJI ha tenido sus consecuencias en el acceso a la universidad.

Cierto es que en los años del boom económico español se había producido una descompensación grave entre la enseñanza universitaria y la educación práctica y técnica, representada por la Formación Profesional, hasta el punto de padecer graves carencias en el mercado laboral de técnicos cualificados y sobredimensionamiento de titulados universitarios, imposibles de incardinar en ese mercado. Pero la corrección de esta situación a través de este tipo de copago no es de justicia. El error ha residido en la defectuosa planificación educativa.