Pocas cosas chocan más frontalmente con la cultura y el modo de pensar predominante, que la penitencia cristiana. Los más jóvenes han sido educados desde la infancia en lo que alguien ha llamado la ley del gusto: me gusta o no, me apetece o no, me cae bien o mal...; y cuando a un estudiante se le recuerda lo mínimo que puede y debe hacer --estudiar--, es fácil que responda: "No me agobies".

En los menos jóvenes, las razones se esgrimen de modo diverso pero, en el fondo, responden a idénticos planteamientos: me interesa, me conviene, me resulta rentable... Ponen más cabeza que los jóvenes -que se guían principalmente por los sentimientos-, pero la tónica dominante sigue el protagonismo del me.

La penitencia cristiana apunta a sustituir tal protagonismo del yo por otros intereses que centren la atención en el prójimo. Y se llama penitencia porque, para alcanzar ese objetivo, hay que negarse a caprichos y comodidades que busca la propia sensibilidad espontáneamente.

Si esta negación se hace sólo por motivos humanos, se llegará al autodominio, a una vida más ordenada y quizá más solidaria, es decir al perfeccionamiento humano.

Si, además, esos sacrificios y negaciones se hacen por Amor a Dios, el resultado superará las metas simplemente humanas. El cristiano comenzará a entender mejor a Jesucristo y el porqué de su muerte en la Cruz. Comprenderá el trasfondo de las Bienaventuranzas enunciadas por el mismo Jesús en su Evangelio. Y llegará a realizar actos heroicos de generosidad y desprendimiento que, si no, jamás pondría en práctica.

Nada de esto significa que las inclinaciones y sentimientos sean malos en sí, y haya que contrariarlos sistemáticamente. El cristiano no es un masoquista. Pero también sabe que este mundo no es definitivo --cosa evidente--, y que la vida aquí es un primer paso de otra Vida más plena. Por eso debe aprender, no a maltratar, pero sí a sujetar caprichos, egoísmos y comodidades, para que éstos no gobiernen su propia vida.