El otro día debatía con unos amigos el por qué participar en las próximas elecciones, el por qué ir a votar. Confieso que no lo tuve fácil y no sé si conseguí convencerles. Después del debate de esta semana, supongo que mis razones aún tendrán menos fuerza. Ya no solo por el diálogo de sordos, el uso torticero de los datos, el tono panfletario, las mentiras y medias verdades, etc. Peor incluso estuvieron los comentaristas: el tema era comprobar quién se ponía nervioso, quién dejaba de ser políticamente correcto, quién vestía qué tipo de traje, etc. Ya no es ni siquiera la política de las emociones, es mero espectáculo. Aun así pienso que hay que ir a votar. Por dos razones básicas.

En primer lugar, por estrategia. No es que la abstención favorezca a los partidos mayoritarios, como ocurre con el voto en blanco, sino porque otorga crédito a quienes han producido la desastrosa situación en la que estamos. Aquellos que menos votarán son precisamente los menores de 35 años, entregando así los votos a quienes les han dejado sin presente y, si seguimos así, sin futuro. Quienes no votan no cuentan. En segundo lugar, por compromiso. No solo está nuestro interés en juego, también hemos de pensar en los que aún no votan o en los que ni siquiera están. ¿Qué sociedad les estamos construyendo? ¿Qué medio ambiente les vamos a dejar?

Eso sí, una vez depositado el voto no hay que tumbarse a la bartola. Hay que movilizarse y participar, vigilar y controlar. No hay más remedio que implicarse. La democracia es demasiado importante para dejarla en manos de los políticos. H