La KCNA, la agencia de noticias norcoreana, ensalzaba la semana pasada a sus “héroes” por la “encarnizada” y “fiera” pelea librada. La jerga bélica de la KCNA no distingue una crónica futbolística de la última amenaza de destrucción urbi et orbe si la ONU amplía las sanciones por el barco surcoreano torpedeado.

La dignísima y mínima derrota ante Brasil (2-1) lo justificaba. El equilibrio de fuerzas anticipaba un carro de goles: Corea del Norte, el peor equipo del Mundial según la FIFA, contra la pentacampeona; un grupo de jugadores con escasa experiencia internacional e ingresos que apenas doblan el ínfimo salario medio nacional frente a una selección de rutilantes y millonarias estrellas empleadas en su mayoría en Europa. A favor de Corea del Norte solo jugaba el factor sorpresa: su selección y todo cuanto ocurre en el rincón más hermético del mundo es un misterio.

La novedad justificaba el entusiasmo de las crónicas. La inversión en deporte norcoreana es modesta en contraste con otras empobrecidas dictaduras comunistas. El primer campo cubierto se construyó el año pasado en Pyongyang, donde las temperaturas invernales bajan a 20 grados bajo cero. Corea del Norte ha sido noticia por una supuesta fuga de cuatro jugadores y el millar de actores chinos contratados para animar a su selección. Su población, castigada por hambrunas, carece de dinero y visados para viajar, así que Pyongyang acudió a su viejo aliado para teñir de rojo la grada. El equipo asiático es un cuerpo extraño en un acontecimiento global. Los jugadores, encerrados en un hotel a las afueras de Johannesburgo, no conceden entrevistas. Los entrenamientos no son públicos y las fuerzas de seguridad alejan a los intrusos. El seleccionador, Kim Jong Hun, da ruedas de prensa escasas y no se permite la política. H