Un año más, en la mañana del Domingo de Pascua de resurrección, resuena el anuncio antiguo y siempre nuevo: «¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!». Es la Pascua de la Resurrección del Señor, es el paso de Jesús a través de la muerte a la Vida gloriosa. Cristo Jesús ya no está en la tumba, en el lugar de los muertos. Su cuerpo roto, enterrado con premura el Viernes Santo ya «no está aquí», en el sepulcro frío y oscuro, donde las mujeres lo buscan al despuntar el primer día de la semana. Cristo ha resucitado. El Ungido ya perfuma el universo y lo ilumina con nueva luz.

La Pascua de Cristo es la verdadera fuente de Vida y de Salvación de toda la humanidad. Si Cristo, el Cordero de Dios, no hubiera derramado su sangre por nosotros y no hubiera resucitado, no tendríamos ninguna esperanza: la muerte y la nada sería inevitablemente nuestro destino final. Y el pecado, la división, el odio, el egoísmo, la avaricia y el poder del más fuerte tendrían sin remedio la última palabra en la vida de los hombres. Pero no: la Pascua ha invertido la tendencia en la historia de la humanidad: aunque tantas veces parezca que triunfa la mentira y el mal, la resurrección de Cristo es una nueva creación: es la nueva savia, capaz de regenerar toda la humanidad. Y por esto mismo, la resurrección de Cristo da fuerza y significado a toda esperanza humana, a toda expectativa, a todo deseo y proyecto de cambio y de progreso verdaderamente humanos. La última palabra en la historia de la humanidad, en la historia de cada uno ya no la tienen ni la muerte, ni el pecado, ni el mal ni la mentira, sino la Vida, la Verdad y la Belleza de Dios.

Cristo ha resucitado, está vivo y camina con nosotros. Caminemos con la mirada puesta en el Cielo, fieles a nuestro compromiso en este mundo para que la Vida de Resucitado llegue a todos. Feliz Pascua de Resurrección para todos.

*Obispo de Segorbe-Castellón