Fernando de la Rúa subió a la azotea de la Casa Rosada, como llaman a la sede del poder ejecutivo, empujado por una certeza: la salvación estaba en el cielo. Aquel 20 de diciembre ya no era presidente. Nadie lamentó su renuncia. Cargaba 39 muertos sobre su espalda encorvada. El reloj marcó las 19.52 horas cuando entró en el helicóptero. Ascendió sin gloria. Abajo, en las calles, las llamas del incendio social se devoraban la paridad entre el peso y el dólar. La Argentina neoliberal se volvía cenizas. En los próximos 10 días tendría otros cuatro presidentes.

Han pasado 10 años y todos tienen aquí algo que recordar de aquellas horas sin sosiego. "Los cacerolazos". "Las protestas frente a los bancos". Los relatos del estallido están poblados de imágenes colectivas y primeros planos, como el de Wang Zhao He, el chino al que los vecinos llamaban Juan, y que se quebró en llanto frente a las cámaras televisivas mientras un grupo de personas saqueaban su almacén, en la localidad de Ciudadela.

El 18 de diciembre, el chino Juan había abierto su despensa sin suponer que se estaba cerrando un ciclo histórico. Los "pedidos de comida" se multiplicaron por los barrios pobres de la periferia con una dudosa espontaneidad. El corralito (imposibilidad de retirar los ahorros bancarios) sacaba de quicio a la clase media. El presidente decretó el Estado de sitio. Hubo más movilizaciones. La policía reprimió salvajemente. "Pensé que el peronismo respetaría el límite de las instituciones y no avanzaría en la toma del poder mismo con el instrumento del golpe civil. Trajeron violencia a la plaza de Mayo y conspiraron con el mismo FMI", ha dicho De la Rúa.

SUSPENSIÓN DE PAGOS Al dimitir, lo sucedió el presidente del Senado, el peronista Ramón Puerta, solo a efectos de cederle la banda lo más rápido posible al gobernador de San Juan, Adolfo Rodríguez Saá, otro peronista, quien, el 23 de diciembre, declaró la suspensión de pagos de una deuda externa superior a los 100.000 millones de dólares. El 29 de diciembre, un grupo de manifestantes pintó las paredes de la Casa Rosada. Otra turba entró en el Congreso y provocó destrozos. La calle ardía de bronca. Saá convocó a los caudillos provinciales peronistas y le cortaron la luz de la sala en la que creía estar escribiendo la historia. Se fue del Gobierno humillado. Asumió el cargo el diputado peronista Eduardo Camaño, quien preparó la alfombra donde el senador Eduardo Duhalde dejaría sus huellas: el presidente devaluó la moneda, amplió el impacto del corralito, congeló las tarifas de los servicios e impuso fuertes impuestos a la exportación de granos y petróleo.

El PIB cayó un 12% en el 2002. La pobreza rozó el 50%. El paro, el 20%. El pánico a una verdadera rebelión obligó a las autoridades interinas a olvidarse de la lógica del ajuste. El Estado funcionó como una máquina de la asistencia social. Fueron meses de furia anticapitalista. Se gobernó bajo la amenaza de más saqueos, piquetes, y de esas asambleas barriales que los conservadores llamaron soviets. "Que se vayan todos, que no quede ni uno solo", les cantaron a los políticos tradicionales. Se ocuparon fábricas abandonadas, ejércitos de desamparados salieron a coger cartón por las calles y, en muchos barrios, imperó el trueque como relación social.

"SALIR DEL INFIERNO" La representación de Argentina como un "infierno" devino un lugar común. "Salir del infierno" fue, entonces, un imperativo facilitado por una mejor competitividad de la economía por la devaluación. El kirchnerismo es hijo inesperado del vacío político. Apadrinado por Duhalde, y con apenas el 22% de los votos, Néstor Kirchner asumió el poder en mayo del 2003. Prometió llegar al "purgatorio". Su ministro de Economía, Roberto Lavagna, negoció la mayor quita de la deuda externa de la que se tiene memoria. La deuda pasó de representar el 120% del PIB al 45%, según el Banco Mundial.

Argentina crece desde entonces a una tasa anual del 8%, solo interrumpida durante la crisis del 2009. El Estado juega hoy un papel activo en la economía. El consumo y la creación de cinco millones de puestos de trabajo diluyeron la indignación, aunque no del todo. Según José Natanson, director de la edición local de Le Monde diplomatique, los efectos del 2001 no se limitan al giro económico. La cultura de la asamblea se hizo carne en la sociedad. Cortar la carretera dejó de ser un acto desesperado de los parados. El piquete se convirtió en costumbre para expresarse contra "algo". Hasta los grandes productores rurales abusaron de esta modalidad.

Diciembre del 2001 es pasado pisado, pero no faltan quienes lo añoran en clave de futuro: dicen que la inflación y el gasto público van armando otra bomba de tiempo. Aún hay muchos cartoneros. El chino Juan regresó a su país en el 2006. María Mercedes Arena, la viuda de Gastón Riva, uno de los muertos cerca de la plaza de Mayo, dijo que los familiares de las víctimas no aceptan las "disculpas" de De la Rúa.