Entrada la madrugada, con la edición del periódico a punto de concluir, recibo un mensaje de Pepe Beltrán: «Em diuen que ha faltat la mare de Roberto». Y, de repente, un escalofrío invade mi cuerpo. Sabía que Pilarín estaba muy delicada, pero por la mañana hablé con su hijo mayor y no esperaba el desenlace tan inminente. Pesar, sentimiento, multitud de recuerdos, gratitud… y también mucha rabia porque debido al estado de alarma no podrá tener la despedida que merecía.

Pilar Simó presumía, como no podía ser de otra manera, de almassorina. Pero no era una más, ella se encargó de hacer más feliz la vida a miles de vecinos de nuestro pueblo durante muchísimos años. Primero en el emblemático Centro Parroquial y después en el Sindicat de la Caixa Rural. Había formado un tándem incombustible con su marido, Paco Verdoy, para ofrecer un exquisito surtido de manjares en ambos escenarios, aunque lo mejor de todo era la atención que tenía con todos desde la otra parte del mostrador. Eran jornadas maratorianas y todavía no sé de dónde sacaban tanta energía para aguantar al pie del cañón. Siempre con la sonrisa en su rostro, atenta y servicial para dar lo mejor de sí misma. Porque el Centro Parroquial no era un bar o un restaurante más. En aquellos tiempos era el centro neurálgico del pueblo en pleno Raval. El sitio donde la gente del campo iba a primera hora para conseguir trabajo y donde los empleados de oficinas, almacenes o fábricas almorzaban como ministros. El escenario ideal para tomar café y jugar una partida de cartas después de comer, o para ver a última hora del día la televisión… en color, que muchos hogares no podían permitirse todavía. Refugio de mayores, bajo el atento cuidado de Pilarín, y también para los más pequeños, sobre todo los fines de semana con la programación de cine en el teatro Serra por parte de Els Lluïsos. También punto de reunión para poner en marcha todas las iniciativas de la iglesia de la Natividad.

En ese Raval nací y crecí con ella. Vivíamos en la misma finca, la Cova del Colom. Contacto directo, casi maternal, y afecto enraizado con el trascurrir de los años, máxime después, cuando mis padres abrieron la pastelería a escasos metros del Centro Parroquial. Días de compartir vivencias con sus hijos, sobre todo con los dos mayores, Roberto y Carina, después de salir del colegio y completar los deberes. Un grupo al que en ocasiones se unía Paco Manrique, cuyos padres regentaban Educación y Descanso. También Joaquín y Chari Blázquez, del bar Palmito. Era como una familia. Cuando había más trabajo en un negocio, los otros se encargaban de salir al encuentro para ayudar en lo que hiciera falta.

Al bajarse el telón del Centro Parroquial, pasó algunos lustros en el Sindicat, un lugar que no era desconocido para su marido porque allí se formó en su época de soltero al lado del mítico Raconero. Y tras dicha etapa, la merecida jubilación con unos últimos años demostrando una entereza absoluta, sacando fuerzas de flaqueza para hacer frente a las complicaciones de salud que se fueron acrecentando con el transcurrir del tiempo. Hasta que este domingo se vio obligada a decir adiós en el hospital. No podrá tener la despedida que merecía por culpa del maldito coronavirus, pero a buen seguro mossen Julio, aquel recordado sacerdote al que Pilarín adoraba, se habrá encargado de recibirla en el Cielo. Que descanse en la paz del Señor.