Cuando todavía existía escepticismo sobre las consecuencias de la expansión del covid-19, en esos días en los que hacíamos nuestra vida con cierta inquietud pero con normalidad, Gabriel, un joven de la Vall d’Uixó de 24 años, enfermó y tuvo que aislarse en su propia casa. El 15 de marzo, con el decreto del estado de alarma, recibió una mala y una buena noticia: la primera, era positivo; la segunda, su madre, con la que convive a diario, había dado negativo.

Y ahí empezó casi un mes de confinamiento dentro del confinamiento general, porque en su casa se vieron obligados a establecer muros para preservar la salud de quienes no estaban contagiados. Durante todo este tiempo, en el que ha vivido en el comedor mientras sus padres lo hacían en el resto de la casa, «lo peor ha sido la incertidumbre de no saber qué iba a pasarme, cuándo iba a acabar todo», porque durante muchos días seguía teniendo «unas décimas de fiebre cada mañana». Su principal apoyo ha sido sus padres, pareja y amigos, «que han estado en todo momento pendientes de mí», aunque en los instantes de soledad «si te paras a pensar, es complicado».

El domingo pasado le dieron el alta. Las puertas de su casa se abrieron de par en par y pudieron cenar todos juntos de nuevo. Algo tan cotidiano como trascendente.