El despertador no suena. Nos ponen en pie los ladridos de Manchitas cuando mi mujer regresa tras 24 horas de guardia. Parece cansada pero no quiere acostarse. Toma una ducha, come algo y sale al balcón. El día es muy soleado. Magnífico. Digno de un domingo de fiestas. Se sienta, se tapa la cara con mi sombrero Panamá y cierra los ojos. Va a descansar un rato. Se lo merece.

Las noticias son alarmantes. El covid-19 parece imparable. Los informativos afirman que Estados Unidos es el nuevo epicentro de la pandemia, aunque Europa sigue llevándose la peor parte. Salvo Holanda, siempre tan precavida. Allí parece que aguantan más o menos bien el tirón. Y aprovechan esa ventaja, quién sabe si solo temporal, para darnos un severo rejonazo dialéctico a los países del sur de la Unión. En la prensa leo opiniones de todo tipo, desde los columnistas que los acusan poco menos que de nazis hasta los que les dan la razón y se avergüenzan, una vez más, de quienes hoy dirigen nuestros destinos en lo universal.

Bajo a pasear a la perrita y siento la brisa en mi cara. Los mejores cinco minutos de las últimas quince horas. En el bulevar no hay ni un alma. ¡Cómo echo de menos salir a la calle! Quiero disfrutar con mis amigos. Tomar una caña frente al mar. Corretear con mis hijos por el parque. Quiero derrotar al puto virus de una vez. Pero sé que debo tener paciencia. Los referentes sanitarios afirman que, aunque estamos bien jodidos, saldremos adelante si continuamos con la cuarentena. Y les creo. Solo les creo a ellos. Me he vuelto muy desconfiado, más si cabe de lo habitual, y no atiendo a lo que dicen los altos cargos públicos. Ya no creo casi a ninguno. Los políticos profesionales, en Madrid y Valencia especialmente, en las Cortes, mienten más que hablan. Menos mal que nos quedan los alcaldes, pienso. La primera línea de la política española es la única que aguanta frente al descrédito general. Y no en todas las poblaciones.

A mediodía mi mujer me pregunta por la comida. La imaginación se va agotando. ¿Qué cocinamos? ¡Arroz!. Es domingo, digo, caramba, vamos a hacer un arrocito caldoso de pollo y alcachofas.

Por la tarde vemos varios documentales de La 2. Primero uno sobre los guepardos y luego otro sobre los leones del Okavango. ¡Dios mío, me he convertido en un cliché!

A media tarde repaso Ciencias Sociales con mi hijo mayor mientras el pequeño se lo curra y nos prepara dos tostadas de Nocilla. Es un cocinitas. Cualquier día me lo veo participando en MasterChef, aunque espero que no.

Leo en Facebook a un amigo que afirma que estamos dejando morir a la mejor generación de españoles. Personas que apenas tuvieron derechos pero sí muchas obligaciones, que trabajaron como burros y tributaron como campeones. Y ahora resulta que nuestro sistema sanitario no puede garantizar un puñetero respirador para cada uno de los que lo necesita. Toda la vida trabajando para encontrarte con esto a los 70 años. ¡Qué barbaridad!

Cuando se hace de noche preparo, preparamos, unos bocadillos y vemos una película. Una de esas que tanto gustan a los niños y que nos dejan fríos a los mayores. Pero no importa. Lo relevante es hacerlo juntos.

Ha pasado otro día en el que no he escrito ni una sola línea de mi nueva novela.

¡Maldito virus!

*Escritor