Está bien que los días se alarguen. También que, después, se acorten. Me gusta el ritmo del tiempo, que abre camino a la diversidad. Me cuesta imaginarme instalado en un territorio donde el verano y el invierno sean dos fases climáticamente impecables. El tiempo no es nunca dictatorial, a menudo tengo la impresión de que se le ha contagiado un poco el carácter humano, que tiende a los cambios de humor. Mucha gente suele ser rigorista: en verano debe hacer verano, en invierno debe hacer invierno. Y este deseo dictatorial se compensa admitiendo que la primavera y el otoño puedan ser frívolas y les guste la improvisación.

Decía que está bien que los días se alarguen, pero no sé si eso es bueno para todos. Seguro que ahora mismo alguien quisiera que no duraran tanto. Porque hay días que encadenan un dolor, una ausencia.

No soy un buen conocedor de Schopenhauer, pero me parece que exponía la insatisfacción de la vida: hay que evitar el engaño de los deseos. Me gusta más cuando dice: “Cada día es una vida en pequeño, cada fresca mañana una juventud en pequeño, y cada acostarse con su noche de sueño, una muerte en pequeño”.

Reconozco que he visto espléndidas puestas de sol, en el campo, cuando todo está inmóvil y parece suspendido en el aire. Pero me seducen más los atardeceres en ciudad, cuando se encienden las luces de la calle y se iluminan los escaparates de las tiendas. Es cuando se hace más visible, para mí, que la vida se organiza como una orquesta. El sol, como insinúa la palabra, es un solo muy potente y sostenido.

Confieso que me gusta más sentirme una pieza del gran puzle nocturno. H