Sábado a mediodía. Acudo para una celebración familiar a un famoso restaurante de Valencia. En el fondo hay una mesa con seis individuos singulares. No parecen habituales de estos sitios. Apariencia no muy higiénica, desaliñados y con ropa de transición perroflauta a burócrata, chaqueta sobre camiseta anticapitalista. Bueno, cada cual va como quiere.

A medida que transcurre la comida disfrutamos y nos reímos. La mesa del fondo parece que mucho más. Las botellas de buen vino afluyen a aquella mesa con frecuencia y a mayor ingesta alcohólica, más expresividad. Así que su tono va subiendo bastante. Hablan en valenciano normalizado, o sea, catalán aprendido en cursillo rápido. Gritan demasiado y molestan. El metre, gran profesional, cambia a la pareja más cercana a otra mesa alejada. Nosotros somos muchos y difícilmente movibles y nos tragamos todo el espectáculo.

La conversación, que no puedes dejar de oír, va de subvenciones y de tirar a fulanito, que «no es de los nuestros». En un momento determinado, diría que borrachos, uno de ellos intenta subirse a la mesa, se tambalea y la mitad de lo que hay en la superficie se va por el aire, incluyendo botellas y copas que se rompen. En lugar de excusarse, estallan en grandes risas. Ya todos pensamos lo maleducados y estúpidos que son. Faltan groseramente a la camarera, con lo que el metre les llama la atención y la cosa se pone tensa. Al fin, piden la cuenta, que debe ser espectacular, y dicen que la cargue a... «la Conselleria». O sea, pagamos nosotros, todos. Alucinante.

*Notario