Hace ya años que asistimos a una auténtica revolución, un cambio radical consistente en frenar toda forma de reflexión y crítica, toda posibilidad de deliberar con los demás. Hay muchas formas de censura, pero la más eficaz es la más silenciosa, y consiste en truncar nuestra capacidad de pensar por nosotros mismos, de guiar nuestra vida de acuerdo a una razón compartida. Esta revolución es la que está arrasando con la filosofía y, en general, con la presencia de las humanidades, negando su valor para comprender quiénes somos y quiénes queremos ser. Al mismo tiempo, la demanda social de la ética aumenta, es ya un clamor. Precisamente, por eso se quiere amordazar.

Las siguientes palabras son de Kant, escritas en 1798: “Dicen que hay que tomar a los hombres como son y no como los pedantes ajenos al mundo o los soñadores bienintencionados --léase los filósofos-- que dicen que deben ser. Pero ese como son --responde el mismo Kant-- quiere decir en realidad tal y como los hemos hecho”. Este es el objetivo del control de la educación y de los medios de comunicación: disuadirnos de pensar por nosotros mismos, no vaya a ser que salgamos de la minoría de edad en la que nos mantienen los políticos, y también quienes les mandan a ellos.

Pero no escurramos el bulto. La democracia no funciona si no hay un pueblo adulto, como nos recordaba Giner de los Ríos reclamando una educación cívica. Sin embargo, hoy las cosas han cambiado. Hoy parece que somos nosotros los que, pudiendo, no queremos ser adultos, los que preferimos dejar nuestra vida en manos de los demás. Todo un logro de la revolución silenciosa a la que, decía, asistimos. H