El tintineo de las botellas dentro del capazo me fascinaba. Las señoras mayores del barrio andaban hasta la tienda y allí dejaban los envases vacíos a cambio de otros llenos. Al principio no lo entendía, después me di cuenta de que cambiaban las botellas vacías por las llenas. Como las bombonas de butano. Y el gesto era necesario para conseguir el retorno de lo que valía cada pieza de vidrio. No era mucho, pero era dinero.

A partir de cierto momento la vida se hizo muy rápida para el tintineo de las botellas. En las grandes superficies, en los supermercados enormes, ¿quién podía entretenerse en una tarea que requiere tiempo y organización? Dejamos el reciclaje tradicional y nos acostumbramos a contenedores de nuevos colores, a pasarnos la vida separando y clasificando nuestros residuos. Ahora a cambio de nada.

Han aparecido tiendas de productos a granel para que no generemos más plásticos, pero en la mayoría de casos el ahorro no revierte sobre el bolsillo de los consumidores: nos llevamos nuestras bolsas de tela, pero nadie nos descuenta el coste del envase. Es que es por una buena causa: ¡salvar el planeta!

Uno de los problemas que observo en el enfoque de la mayor parte de mensajes ecologistas de hoy en día es que todo se reduzca a una cuestión individual. Hagamos caso a las Naciones Unidas y comamos menos carne, pero es raro que no diga nada sobra la contaminación de la industria, el armamento, el transporte desmesurado por culpa de las deslocalizaciones y en general la necesidad de crecer hasta el infinito inherente al neoliberalismo.

*Escritora