Marx denominaba proletariado a la clase obrera, a los trabajadores que se dejaban la piel en fábricas y minas, con jornadas de 12 o 14 horas y con un salario miserable, el suficiente para seguir el día siguiente. Proletariado ya se utilizaba en el Imperio Romano para designar a la clase social más baja, aquella que solo servía para procrear, para suministrar soldados a sus gloriosos ejércitos.

¿Qué ha pasado para que el trabajo que, según Marx es esencial al ser humano, sea el principal factor de deshumanización? Su respuesta la encontramos en el concepto de plusvalía: al no disponer del producto de su trabajo, éste ya no le pertenece y se convierte en mercancía, en algo que se compra y se vende. Según nuestro autor, al final el trabajador solo se siente libre en sus funciones animales como comer, beber y engendrar. En cambio, en el trabajo ni es libre ni se desarrolla como persona.

Ustedes dirán lo lejos que queda esta descripción de lo que la gente siente hoy al ir a trabajar. Marx se equivocó en la solución, pero acertó en el diagnóstico. La rebelión actual de quienes sufren la precariedad laboral lo muestra. El trabajo forma parte de nuestra vida, pero no es necesario que produzca inseguridad, miedo y sufrimiento. Debe ser motor de desarrollo personal y social. La empresa no tiene por qué ir contra nadie, puesto que su legitimidad radica en que todos sus grupos de interés tengan beneficios, en compartir el valor creado, también para las generaciones futuras. Cuesta aprender esta lección y quizás cuando lo hagamos sea muy tarde.

*Catedrático de Ética