No se sabe dónde empieza la historia y dónde acaba la leyenda de San Valentín, el santo mártir romano --médico y sacerdote--, cuya onomástica está dedicada al amor: es el día de los enamorados o el día del amor y la amistad, según los países, celebrado este pasado domingo en muchos lugares, entre ellos nuestra ciudad y provincia. Rosas, tarjetas, promesas, bombones, recuerdos. Una pequeña dosis de mercantilismo, si se quiere, pero que entraña un hondo y emotivo sentido.

Y es que el amor no es cosa de mojigatos o románticos trasnochados, sino de personas fuertes y comprometidas, de perdón y estima, de amistad profunda. Todavía no llego a entender por qué el gran erudito Covarrubias dice en su Diccionario que el amarillo “es la color de los enamorados” (¿Sería simpatizante del Villarreal?). La verdad es que este color contiene un rico y variado simbolismo.

Y el problema, nuestro problema, es que San Valentín aparece solo una vez al año como si el amor fuera una simple efeméride. Todos los días deberían ser sanvalentinianos. Mejor nos iría.

El Papa hablaba estos días en Méjico sobre la riqueza, la vanidad y el orgullo, tres tentaciones de la actualidad: utilizar los bienes para mí o los míos, la búsqueda de prestigio y el plano de superioridad. No cabe duda de que nos sobran tentaciones y nos falta amor; una disciplina que debería ser no solo enseñada, sino más bien practicada y cultivada. H