Que el fútbol fue una verdadera religión hasta el año 2000 ya lo sé, pero que el siglo XXI por el que transitamos es un despliegue de falta de pasión ya no hay quien lo dude; vivimos revolcados en lo merengue y azulgrana, y en un mismo lodo, todos anestesiados. Hoy resulta que es lo mismo ser cuarto de la Liga que penúltimo, bordar el juego o no jugar absolutamente a nada; la vida moderna y el márketing se están comiendo al fútbol.

Los que nos lo tienen que contar, por su parte, están a otra cosa; las tardes de partidos en la radio son actualmente unos insulsos festivales del varieté poblados de faranduleros, de aspirantes a graciosos sin ninguna gracia que pierden de vista el balón. En la tele, el bombardeo es totalmente cruel, algo así como un insoportable teletienda. No olvide que luego llega la serie de éxito, que mañana tiene una cita con Master Chef y que dentro de 20 años, si aún estamos vivos, aunque sea calvos y sin dientes, podremos ver un nuevo capítulo de Cuéntame.

Lo mejor es ir al campo, vivir y disfrutar in situ el fútbol, pero la gran mayoría de la gente está colgada del Twitter y del Facebook y, de vez en cuando, al levantar la cabeza de sus dispositivos móviles, coincide con un mal momento de su equipo y se olvida de que este está firmando una temporada casi irrepetible. Son las cosas de este siglo XXI cambalache, problemático y febril. H