No pierde España en el Mundial, pero tampoco mejora. Apenas le falta un punto. Un empate el lunes en Kaliningrado ante una deshauciada Marruecos («la que mejor ha jugado del grupo», como comentó Busquets) le abriría las puertas de los octavos de final a la selección de Hierro. Una selección que transmite una inquietante inestabilidad, capaz de ofrecer excelentes minutos, con personalidad y jerarquía para remontar a la Portugal de Cristiano, unida a momentos de confusión y, sobre todo, desgarro emocional.

Le han pasado muchas cosas a España en apenas una semana. Venía con el motor a punto (20 partidos sin perder) y una idea definida guiada por un técnico (Julen Lopetegui) que había devuelto la autoestima. Llegó a Rusia y vivió un terremoto con el anuncio del Madrid del fichaje del seleccionador, después de haber empañado en el último amistoso (1-0 ante Túnez) las buenas sensaciones que traía de su largo camino hacia la cita mundialista.

Lopetegui está ya en su despacho de Valdebebas, la ciudad deportiva del Madrid, y Hierro, en apenas una semana, ha tenido que medirse a la campeona de Europa (Portugal) y a la obra levantada por Queiroz en siete años, la ordenada y ultradefensiva Irán. España emite señales desconcertantes, reflejadas, sobre todo, en De Gea, su portero.

Aquel gravísimo error en el disparo de Cristiano en Sochi todavía le acompaña. Falta saber si algún día dejará de estar a su lado. No es que le temblaran las manos de manera extraña para un portero de ese nivel («está entre los tres mejores del mundo», proclama Hierro día tras días para rescatarle de la penumbra) sino que afectaron a su mente. España mira hacia atrás y no está, ni tampoco se siente, segura con el portero.

Vive la selección española tan al día que es incapaz de tranquilizarse —por ejemplo, de una vez conquistado su gran tesoro, el gol de Diego Costa, aunque fuera de rebote—, como evidenciaron los minutos finales con Irán, una prueba de la inestabilidad que tiene como grupo. Algo similar, aunque con menos tiempo por delante, le sucedió cuando Cristiano firmó el 3-3 en Sochi. Aquellos dos minutos de añadido fueron angustiosos para España, que tenía el pánico en su rostro por el miedo a perder ese punto.

PÁNICO EN KAZÁN / El mismo pánico que asomó en Kazán cuando Irán, un prodigio de orden defensivo, castigó la endeble estructura de España, que paga el irregular rendimiento de algunos jugadores esenciales. Busquets, que acusa aún las secuelas de aquella gastroenteritis que le hizo adelgazarse, es uno de ellos. Pero no el único. Silva no parece el Silva que ha iluminado el juego de la Roja. A Iniesta se le ve apagado. Y Carvajal, una necesaria bala por la derecha, acaba de salir de la lesión que padeció en Kiev y no tiene la explosividad ni la velocidad para proyectar el juego ofensivo.

Hierro lo sabe. En el primer día, ejerció de conductor de grupo. No tocó nada de lo que tenía previsto ante Portugal. En el segundo, en cambio, ha ejercido de entrenador, algo que quiso recordar con decisiones (Koke al banquillo, Lucas a la banda, Carvajal por Nacho) y, al mismo tiempo, con palabras. «Que nadie olvide que soy el seleccionador», dijo tras el sufrido triunfo ante Irán.

Curiosamente, España aterrizó en Krasnodar con un debate casi único. ¿Quién sería el nueve? Ese debate lo ha enterrado Diego Costa con un rendimiento espectacular: tres remates a puerta para firmar tres de los cuatro goles de la Roja. El problema es que se han abierto otros focos de discusión en una selección a la que se le ve que no disfruta. Más bien, sufre. Y sufre demasiado.