En el fútbol, quitarte de encima un sambenito cuesta. Comenzar con mal pie una nueva etapa es, para cualquier futbolista, un lastre con el que es muy complicado cargar, a no ser que su fortaleza psicológica sea la de un superhéroe. Alfred N’Diaye no es el primero ni será el último al que se condena a muerte sin juicio previo, o con uno demasiado precipitado. En días, el parisino ha desaparecido, algo así como un aviso previo para que su representante vaya trabajando con vistas al mercado de invierno.

El suyo fue un fichaje torcido desde su nacimiento. El empecinamiento de Marcelino por un jugador al que quería de central cuando no lo era, la larga negociación con el Betis, el error fatal en la primera jugada de la previa Champions… A partir de ahí todo ha sido nadar a contracorriente, por mucho que se haya aplicado en partidos como el del Osmanlispor, en Ankara, donde creo que N’Diaye fue una de las claves para no irse de vacío y no estar actualmente con la soga al cuello en la Europa League.

Pero, haga lo que haga, N’Diaye ya está estigmatizado. Como sucedió hace años con Mafla, o más recientemente con Zapata. El primero era y continuó siendo un ídolo en Colombia tras su breve calvario en el Madrigal; el segundo no será el central más seguro del mundo —indudablemente no—, pero tampoco un paquete; no lo puede ser un titular del Milan —aunque sea el peor Milan del siglo XXI— e internacional habitual con Colombia. H