Podría parecer una redundancia hablar del sentido cristiano de la Semana Santa. Pero ya no lo es en nuestro tiempo. La Semana Santa va perdiendo, en efecto, su sentido originario y propio, su sentido cristiano. Para muchos es tiempo de vacaciones y hablan de vacaciones de Semana Santa; otros la identifican con las procesiones; y, a tenor de la baja participación en los actos litúrgicos, no son tantos los que la entienden y viven todavía desde su sentido genuino.

La Semana Santa es la más importante de todo el año para la fe cristiana. La llamamos santa, porque es santificada por los acontecimientos que en estos días conmemoramos y actualizamos en la liturgia: la pasión, muerte y resurrección del Señor. Son la prueba definitiva del amor misericordioso de Dios a los hombres, manifestado en la entrega de su hijo hasta la muerte y su resurrección. Cristo nos redime así del pecado y de la muerte, y nos devuelve a la vida de comunión con Dios y con los hombres: muriendo destruye la muerte y resucitando restaura la vida. El Domingo de Ramos nos introduce en esta venerable semana. Es un día de gloria por la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén y, a la vez, un día en que la liturgia nos anuncia ya su pasión. Los días siguientes nos irán llevando como de la mano hasta el Triduo Pascual, el corazón de la fe cristiana, que va desde la tarde del Jueves Santo al Domingo de Pascua.

Para entrar de lleno en la Semana Santa, el cristiano debe celebrarla con espíritu de fe participando en los actos litúrgicos. No nos podemos limitar a participar en las procesiones, que, para ser genuinas, han de ser la prolongación de lo que en la liturgia se celebra. En ella tienen su fuente; sin ella pierden su vitalidad y quedan reducidas a mera tradición o evocación de unos hechos del pasado. Sin la fe cristiana, la Semana Santa no tiene sentido y, sin la liturgia, carece de su fuente.

*Obispo de Segorbe-Castellón