Donald Trump ha impuesto una nueva ronda de sanciones contra Irán, esta vez contra su banco central, una medida que pretende castigar a Teherán por los ataques contra las instalaciones petroleras saudís de la semana pasada. «Estas son las sanciones más potentes aplicadas nunca sobre un país», dijo el líder estadounidense. Tanto Washington como Riad acusaron a la teocracia chií de estar detrás de los bombardeos que han dejado temporalmente fuera del mercado internacional la mitad de la producción de crudo saudí, un ataque que el secretario de Estado, Mike Pompeo, definió como «un acto de guerra».

Horas después de anunciar las sanciones, Trump tenía previsto reunirse con sus asesores de seguridad nacional para estudiar distintas opciones militares para elevar la respuesta estadounidense.

Como era de esperar, Irán no ha hincado la rodilla ante la estrategia de «máxima presión» implementada por la Casa Blanca desde que su presidente rompió unilateralmente el acuerdo nuclear firmado por Teherán con las grandes potencias. Su campaña de guerra económica ha hundido las exportaciones petroleras iranís, ha disparado la inflación y ha reducido en un 6% las previsiones de crecimiento de su economía para este año, según el Fondo Económico Internacional. Pero todo indica, al mismo tiempo, que Irán está respondiendo al hambre con fuego, a tenor de los numerosos incidentes acaecidos últimamente en el Golfo Pérsico. Desde el derribo de un avión espía estadounidense, a los sabotajes de cargueros o el ataque contra las petroquímicas saudís.

El desafío pone en entredicho la credibilidad estadounidense a ojos de sus aliados sunís en el Golfo, acostumbrados a recibir la protección de Washington a cambio de albergar bases militares o financiarle con sus petrodólares. «Desde la invasión de Kuwait, es el mayor desafío de EEUU como superpotencia a cargo de proteger la libre circulación energética en la región», dijo a The New York Times el académico Gregory Gause.