Hay días que el mundo pesa. O la impotencia. Que viene a ser un poco lo mismo. Nos pesan los engaños del rico, porque estafan al pobre. Las burlas del cínico, porque hieren al inocente. Las excusas del puro, porque nos embrutecen a todos. Nos pesa la impudicia. Las lecciones de los corruptos. El patriotismo del capital sin fronteras.

El tono petulante del que se cree de vuelta de todo y solo exhibe su ignorancia de la vida. El sufrimiento de un niño pesa toneladas.

No hay brazos capaces de soportarlo. También los párpados se sellan vencidos. Incluso la piel querría blindarse. Cubrirse de escamas de dragón o de láminas de hueso hasta construir un caparazón bajo el que ocultarnos.

Para no volver a ver niños ahogados en el mar, niños que gritan sin entender, que lloran varados en el barro. Sus lágrimas, además, escuecen. Porque despiertan los temotemores sufridos. O los heredados, que también son nuestros. El terror al oír la sirena que anuncia un bombardeo. El hambre que se come las entrañas. El miedo reflejado en los ojos de los padres. Hay días que el mundo pesa. Un enorme vertedero de ideales destripados. De utopías aplastadas contra el muro de una humanidad empeñada en jugar a los dioses. Tú, al Olimpo. Tú, al arroyo. Mandamientos en los que no hay belleza ni justicia.

Oraciones que solo sirven para alimentar ilusiones yermas. Plegarias elevadas para acallar a los que nada tienen. ¿Cuántas promesas incumplidas se acumulan en los arrabales del mundo? ¿Cuántos discursos, arengas, salvaciones, esperanzas y quimeras naufragaron en sus cloacas? Pero volveremos a creerlas.

Volveremos a pisar las calles de algún sueño reconquistado, liberado de antiguas decepciones, bautizado con otro nombre.

Y volveremos a pisotearlo. Porque en cada uno de nosotros habita un dios y un esclavo. Y eso también pesa. H