Sin apenas reacción internacional y ante el impotente pataleo del débil y fracturado liderazgo palestino, nada impide al Gobierno israelí en funciones de Binyamin Netanyahu empezar a poner en práctica el denominado plan de paz para palestinos e israelís pergeñado por la Casa Blanca de Donald Trump. La primera implicación del plan es la anexión formal por parte del Estado hebreo de los principales bloques de asentamientos de Cisjordania, ilegales bajo la legislación internacional al haberse construido en tierra ocupada durante la Guerra de los Seis Días. En las dos últimas (y fallidas) convocatorias electorales israelís, Netanyahu ya presentó en su programa electoral el proyecto de anexionarse grandes partes de Cisjordania. En este sentido, como en otros, el plan presentado en Washington la pasada semana es un texto a la medida no ya de Israel, sino de Netanyahu.

El plan de paz, en realidad, es la carta a los Reyes hecha realidad de la derecha y ultraderecha israelís. Redactado sin participación palestina, desdeña la legislación internacional, las resoluciones de la ONU acumuladas durante décadas de conflicto y entierra de forma definitiva, en el ámbito diplomático, los acuerdos de Oslo y la solución de los dos estados. La Palestina que dibuja y certifica el plan de Trump no es una invención de la Casa Blanca, sino que es la que ya existe hoy: menguada, discontinua, dividida, bajo control israelí. La pregunta es cómo piensa seguir gestionando Tel-Aviv la vida de millones de palestinos bajo su control. Muchos avisan de que el plan certifica la existencia de diferentes leyes, derechos y libertades para dos poblaciones en el mismo territorio.