Días antes de que comenzara el verano, han tenido lugar noticias y celebraciones a través de los medios informativos que, sin saber porqué, me han afectado de una manera especial. Por una parte, se ofrecían reportajes sobre Rocío Jurado al cumplirse los diez años de su fallecimiento. Y, a mil kilómetros de distancia argumental y de significado, también del aniversario de la muerte del boxeador Cassius Clay o Muhammad Alí, boxeador de color que, aparte del espectáculo que ofrecía al público, volcó su vida en la lucha a favor de la igualdad entre los seres humanos, los de un color u otro, los de distinta condición religiosa y social. Fue el apóstol de la lucha contra la discriminación racial.

Una mañana de este verano, al acercarme con Lorenzo a la playa para construir mis castillos de arena, para atisbar hacia el horizonte en busca del humo de los barcos, no he podido evitar el acordarme de ambos. De Rocío y --fíjate-- nada menos que del más famoso de los boxeadores del mundo, Alí.

Y es que, en el año 1962, en marzo, comencé mi aventura con el mundo del espectáculo, que me tuvo interesado, entretenido, comprometido y apasionado durante muchos años de mi vida. Primero fue lo del parador Hostal de la Llum en la Magdalena, de aquel y otros diez años más. Después, aceptando la invitación de sus alcaldes respectivos, mi responsabilidad con los paradores de fiestas El Caserío, en Vila-real, y El Tordo, en Onda. También los dos locales de Tombatossals en Castellón, uno de verano y otro durante el resto del año. Finalmente aceptando la invitación de la familia Gimeno, en aquel jardín de tantos vuelos como Bohío, en Benicàssim.

Desde un principio, nunca nos movimos en medias tintas, con mis compañeros de aventura, Alfredo Monfort y Pepe Ribes, tan ambiciosos como yo mismo. Y siempre digo que lo de Rocío es inolvidable. En cada una de nuestras programaciones, la buscábamos a ella. Y a Julio Iglesias, el Dúo Dinámico, Peret y Conchita Bautista. Con Rocío llegamos a congeniar tanto, que nos convertimos en buenos amigos, con sincera amistad para saludarnos un año y otro. Construyendo mis castillos de arena, recordaba una de las veces que vino a cantar a Bohío.

Cumpliendo el ritual lógico, yo entraba en su camerino, donde la artista se preparaba acompañada y ayudada por su madre, doña Rocío. Y en el camerino, antes de la función, solamente tenía entrada yo, como empresario y como presentador en el escenario. Nadie más. Mientras, la orquesta seguía su ritmo. Algunas veces, el pianista ya hacía sonar la melodía de la canción con la que la estrella iba a empezar: Si amanece y ves que estoy dormida… Entre Rocío y yo había una amistad auténtica y natural. Ella, diez años más joven que yo, me provocaba cariñosamente, mientras su madre se moría de la risa. Tanto, que la señora que me dijo unas palabras que todavía recuerdo con cariño:

--Salvador, no te hagas ilusiones. Las chicas como mi niña saben más de la vida que vosotros, que os creéis que lo sabéis todo y sois unos inocentes… H