Se necesita mucho aguante para asistir a una clase de yoga caliente, y también para limitarse a ver 'Bikram: Yogui, gurú, depredador', documental recién estrenado en Netflix sobre el hombre que hizo famosa esa disciplina; ambas cosas pueden llega a provocar náuseas. Porque aquel tipo, Bikram Choudhury, erigió un imperio multimillonario no solo sobre el sudor, la devoción y el dinero de sus acólitos, sino también sobre prácticas como el control maníaco, el abuso sexual y la violación.

La australiana Eva Orner empezó a trabajar en la película en verano de 2017, solo un par de meses antes de la explosión del escándalo Weinstein. "El movimiento MeToo provocó la caída de muchos hombres poderosos y eso hizo que contar el caso de Bikram, que no ha pagado por sus crímenes, fuera aún más relevante", nos explicaba la directora en el pasado Festival de Toronto. Contra Choudhury, en efecto, no llegaron a presentarse cargos criminales, y cuatro de los seis casos civiles presentados contra él fueron resueltos antes de llegar a juicio. Y, para evitar pagar 7 millones de dólares a su antigua abogada, a la que acosó y despidió sin motivo, en el 2017 declaró su compaña en bancarrota y huyó a México.

Como la película recuerda, había dejado Calcuta a principios de los 70 para instalarse en Estados Unidos. Proclamándose creador de su propia rutina de yoga -compuesta de 26 posturas y diseñada para practicarse a 40 grados de temperatura-, no tardó en crearse una clientela ilustre que incluía a Shirley MacLaine, Quincy Jones y Rachel Welch, y a lo largo de las siguientes décadas su apellido se convirtió en una lucrativa marca; solo en Estados Unidos llegó a abrir 650 franquicias, y amasó una fortuna de 75 millones de dólares y 43 coches de lujo. Nada que ver con la imagen ascética del típico gurú del yoga.

Motivo esencial de su expansión fue su habilidad autopromotora. Se inventó datos biográficos -que había sido instructor de Elvis Presley y de Richard Nixon, a quien evitó la amputación de una pierna- e insistía en que sus ejercicios era capaces de curar el sida y el párkinson; asimismo, aseguraba dormir menos de una hora al día. El favor del público nutrió su megalomanía. Se presentaba como un dios, alguien en control del cuerpo y el espíritu de sus estudiantes. A menudo ataviado solamente con unos calzoncillos negros y un Rolex de oro, los llevaba al borde del desmayo y a menudo les lanzaba insultos racistas, sexistas, hmófobos o antisemitas. "En todo caso, entiendo que toda esa gente lo siguiera incondicionalmente", explica Orner. "El yoga ayudó a perder peso a muchos de ellos, y a otros los ayudó a curar lesiones graves o a aliviar lesiones graves o a superar adicciones. Lo veían como su salvador".

Quien quisiera convertirse en profesor de yoga caliente o Bikram Yoga debía ser autorizado personalmente por Choudhury, que cobraba 10.000 dólares por persona a cambio de una instrucción intensiva de nueve semanas . Es durante esos masivos cursos, que tenían lugar en lujosos hoteles, que habrían sucedido las agresiones que varias mujeres relatan en 'Bikram: Yogui, gurú, depredador' y decenas de supuestos abusos más. "Muchos intuían lo que pasaba, pero durante mucho tiempo nadie habló. Sabían que si lo hacían perderían la opción de ganarse la vida con el yoga, y serían marginados por el grupo".

Choudhury siempre ha negado las acusaciones -"si quiero tener sexo con mujeres no necesito violarlas; millones de mujeres en todo el mundo harían cola para ser voluntarias", exclama en un momento de la película-, y sigue celebrando sus cursos alrededor del mundo; este mismo año organizó uno en Murcia. "Espero que el documental tenga consecuencias", confiesa Orner. "Que sus clases se vacíen, que la gente lo señale en los aeropuertos. Es hora de que pague".