Arrancaba el día en Valencia y la noticia de la muerte de Rita Barberá empezó a volar por las calles de la ciudad que gobernó con mano de hierro. La siempre excesiva exalcaldesa nunca dejó indiferente a nadie y tampoco el día de su fallecimiento. «Estoy un poco conmocionado», reconoció Joan Ribó, su sucesor, tras el pleno extraordinario que estableció tres días de luto oficial. A mediodía el libro de condolencias empezó a recibir las primeras firmas. Tras reconocer sus muchas victorias electorales y que la ciudad «llevará su huella durante mucho tiempo», Ribó envió sus condolencias a su familia «y a su expartido, el Partido Popular».

Pero pocos en el Partido Popular de Valencia se acordaron de que ya no formaba parte del partido tras empujarla la dirección nacional a abandonarla al ser imputada. Tampoco importó que se distanciara de su grupo municipal por el caso de presunto blanqueo y financiación ilegal que les unía. Alfonso Novo, uno de sus integrantes, hizo una póstuma defensa de la actuación de su mentora: «Se entregó con alma, honradez, ahínco, perseverancia y pasión al servicio público de los valencianos».

En su bancada, un ramo con veinticuatro rosas, tantas como años dirigió la ciudad. Dentro y fuera del hemiciclo se abrazaban con lágrimas en los ojos algunos de sus antiguos colaboradores. También sus rivales dejaron a un lado las diferencias. El presidente de la Generalitat Valenciana, el socialista Ximo Puig, alabó su «esfuerzo» para transformar la capital valenciana, y la vicepresidenta, Mónica Oltra (Compromís) dijo estar «consternada».

Muchas miradas estaban puestas en Podemos, tras ausentarse en el minuto de silencio del Congreso, y tanto Jordi Peris en el ayuntamiento como Antonio Montiel en Las Cortes valencianas, sus portavoces, participaron en los actos. Tan solo el concejal Roberto Jaramillo no acudió.

La familia de la fallecida agradeció las muestras de afecto y pidió que los actos fúnebres se celebren «en la intimidad», en «ausencia de instituciones públicas y partidos políticos». Flores o velas en la puerta de su casa o del consistorio y una misa vespertina en la catedral. Fue el precipitado adiós de una ciudad que durante años Barberá creyó que era suya y que, en parte, lo fue.