Hay cosas que parecen no cambiar nunca. Una de ellas es la situación de la ciencia española. Aunque ha aumentado la cantidad y calidad de la investigación que se hace en España, es innegable que en la creación de conocimiento que abre nuevas fronteras, bien en la comprensión de la naturaleza o en la generación de riqueza, somos todavía un país de segunda fila. El fracaso de la candidatura de Vandell²s frente a la de Francia para ser la candidata europea a albergar el ITER no es sino reflejo de este hecho, por mucho que también hayan intervenido elementos políticos: Francia es una potencia científica y tecnológica, hoy por hoy, muy superior a España.

Ante la pregunta de cómo superar esta carencia, es posible proponer soluciones diferentes, pero seguramente nadie negará que una condición sine qua non es que el presupuesto público para Investigación y Desarrollo llegue al menos al 2% del PIB (está aún por debajo del 1%). Al inicio de la legislatura, el presidente José María Aznar se refirió con cierta frecuencia a este problema, y sus palabras de entonces, al igual que su decisión de crear un nuevo ministerio dedicado a Ciencia y Tecnología, hizo concebir esperanzas de un futuro mejor a la comunidad científica hispana.

Ahora, cuando la legislatura llega a su fin, está claro que esas esperanzas no se han cumplido. La andadura del nuevo ministerio ha sido un fracaso, y poco podrá hacer ya el ministro Costa. Tiene ante sí la pesada herencia de unos predecesores que parece como si no se hubieran enterado de que el ministerio que ocupaban ya no era el de Industria, y que la labor histórica ante la que se hallaban obligaba a una visión, respetuosa para con lo que tradicionalmente se considera "ciencia pura", pero que supiera también promover la imbricación de ésta en el universo industrial, y viceversa. Ni siquiera fueron capaces siempre de gastar todo el presupuesto de que disponían para programas de investigación.

El interés que el Gobierno mostró por traer a España el ITER es digno de encomio, pero no mejora apenas su balance científico. Lo que se necesita es un programa global y continuo, no iniciativas más o menos aisladas. Ni espectáculos más publicitarios que otra cosa, como el viaje del astronauta Pedro Duque a la Estación Espacial Internacional. No podemos seguir así. Necesitamos ser un país más capaz y poderoso en ciencia para poder encarar en mejores condiciones el futuro en el plano económico, social y cultural.

Es desde estos puntos de vista que se debe entender la petición de un pacto de Estado para la ciencia realizado hace unos días por 10 prestigiosos investigadores de las ciencias biomédicas. No es la primera vez que se pide un pacto de este tipo, un acuerdo discutido por los diferentes partidos que diseñe un programa y calendario firme y seguro, y es significativo que sean ahora investigadores biomédicos los que se hayan reunido con tal fin. Nos encontramos, no lo olvidemos, inmersos en una revolución científica que tiene a la biomedicina en su epicentro. Y en periodos revolucionarios las oportunidades de descubrimientos y desarrollos proliferan; surgen rápidamente, aunque también pueden desaparecer con no menos celeridad.

España, por ejemplo, no se unió a esa empresa multinacional que fue el Proyecto Genoma Humano, y con ello perdió la posibilidad de adquirir unos conocimientos preciosos para comunidades que quieren abrirse camino en el mundo investigador más avanzado. Esa oportunidad pasó; ahora ha surgido otra no menos importante: la de las células madre, cuya novedad es tal que abre la posibilidad de quemar etapas rápidamente para incorporarse a la primera línea de investigación. Mientras, en España el Gobierno se muestra renuente a permitir tales investigaciones; dice una cosa un día y se desdice el otro. Y también está el gran problema: el de jóvenes magníficamente formados, pero que, instalados en la precariedad laboral y de medios, se perderán en parte para la ciencia nacional.